56 LA CIEGA DEL MANZANARES.
—¡Paso! —gritó Rivera con voz terrible.
El marqués, haciendo por contener su cólera,
exasperada por la extraña conducta del capitán,
repuso: >
—Me encuentro en mi casa, y de ella no sale na-
die nunca sin mi permiso.
Las mujeres que yo conquisto son para mí.
—Aquí no ha habido conquista, sino un robo in-
fame y cobarde, —repuso Rivera.
-—La época de Don Quijote es ya pasada, y el
que se mete en estos tiempos á desfacedor de agra-
vios, después de hacer un triste papel suele costar-
le cara su imbécil oficiosidad.
—Eso lo veremos. Paso, ó me le sabré abrir con
la punta de mi espada;—y Rivera, diciendo esto,
desnudó la que llevaba á la cintura
—Tenéos un momento, y no faltará un acero que
conteste á esa orgullosa provocación; — y el mar-
qués, penetrando en una estancia inmediata, regre-
só á los pocos instantes con una espada en la mano.
Colocándose en el sitio que antes ocupara, hizo:
separarse á sus amigos, y poniéndose en guardia,
dijo á Rivera:
—Pretende salir ahora.
+ A>-:080- FOY; Y» recados. á su adversario
eruzó con él su acero.
Isabel cayó de rodillas pidiendo al cielo por la
vida de su protector.
Los amigos de los dos jóvenes intentaron impe-
-dir el combate, pero Mazarroja les dijo: