592 LA CIEGA DEL MANZANARES.
más que todos los condes de esa casa, por muchos
que sean. |
—Esa familia es la mía, y no consiento se la fal-
te, — dijo Amalia poniéndose de pie, decidida á
exasperar al anciano.
—¿Y Angel es acaso para mí un extraño? Señora,
ruego á usted no se acalore, y es más, apelo á su
bondad y á los sentimientos nobles que todo cora-
-zón tiene, para que no se mezcle en esta cuestión
y nos deje á su esposo y á mí resolverla.
—Ya sé que ese es su deseo; pero no puedo acce-
der á él. Mi esposo debe á usted un favor, y cree
indispensable corresponder á él con todo. En este
punto disentimos: yo entiendo que él puede con su
fortuna, con su vida si es preciso, pagaros la ae-
ción que con él hicísteis; pero no puede en manera
alguna pagaros á costa de la felicidad de su hija,
que es de lo que aquí se trata.
-—;¡Pero si la felicidad de Carolina estriba en el
amor de mi hijo! | : ;
—Esos son amores de los quince años, aj se di-
“sipan como el humo.
—Ese es el amor verdadero, el que siente la ile e
ventud. Si no lo estima usted así, es porque no ha-
brá usted amado nunca.'
—Pero no es esa la felicidad. |
—No quiero, señora, discutir ese extremo, y voy
á limitarme á hacer la siguiente petición á su es-
poso Pedro: ¿Quieres otorgarme la mano de tu hi-
“ja Carolina para mi hijo Angel?