LA CIEGA DEL MANZANARES, 641
—Nada más que á usted interese; es decir, nada
que se relacione con el asunto que me dejó enco-
mendado.
—Está bien, puedes retirarte,
Marchó el criado, Amalia cambió su traje de ca-
mino por uno de casa, y se encaminó al cuarto de
Carolina.
Al verla, la joven la preguntó:
—¿Quieres algo?
—Sí, Carolina; quería recordarte lo que momen-
tos antes de salir de la Coruña te repetí. En mis
manos tengo tu honor y tu felicidad. Si me obede-
ces, llegarás á ser dichosa; si no, no culpes á nadie
de los males que sobre tí pesen.
Y sin añadir una palabra más se fué al despacho
donde su marido la esperaba.
Amalia estaba verdaderamente hermosa. Había
peinado sus cabellos en dos gruesas trenzas que
caían sobre su blanca espalda, ligeramente cubier-
ta con un traje de finísima tela que dejaba ver el
color sonrosado.
Su falda modulaba sus esculturales formas,
Sobre su frente, espesos rizos artísticamente co-
locados prestaban graciosa expresión á su rostro.
Amalia era hermosa, y no parecía sino que en-
tonces había puesto especial empeño en realzar su
belleza.
Luego que hubo entrado en el despacho de su
marido cerró por dentro la puerta, y AenSAadaNa
junto á don Pedro:
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