700 LA CIEGA DEL MANZANARES.
ebrando al revés, aunque con la misma lógica, cre-
yó ver en Isabel una mujer de su condición.
Desde este momento, y mirándola desde “cierta
altura, adoptó el aire protector de un caballero que
honra á una villana con sus deseos amorosos.
Creíase irresistible, hasta el punto de presumir
que no tenía más que llegar y besar el santo.
No dejó Isabel de extrañarse de aquellas mira-
das, teniéndolas por poco respetuosas.
¿Quién era aquel hombre que iba preguntan-
do por doña Andrea, y que se presentaba de un
modo tan raro?
Pronto iba á salir de dudas.
Mauricio, con el bastón y el sombrero en la mano
izquierda, y con el pulgar de la derecha en el esco-
te del chaleco, dió un paso hácia adelante.
En aquella posición se creía más encantador que
el mismo Jerineldo, y más irresistible que Love-
-labe.
—¿Usted no sabe quién soy, prenda?—preguntó.
—En efecto, ignoro...
Isabel no se atrevió á seguir.
- Aquel ademán, el tono con que hablaba, y la
palabra «prenda,» la disgustaron no poco,
Mauricio prosiguió, como quien hace gracia de
la vida.
y yo!
—¿Amigos?—preguntó la joven con extrañeza.
— ¡Y del alma!
AAA
—¡Y poco amiguitos que vamos á ser usted