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LA CIEGA DEL MANZANARES. 2 Y
—¡No comprendo!
—¡Es que tiene usted unos ojos que deben clasi-
ficarse en primera clase para pagar contribución!
La joven, plenamente ofendida, dió un paso ha-
cia atrás, diciendo:
—No creo que haya usted venido aquí con la
idea de requebrarme.
—¡Quién sabe!
—¡Caballero!
—¿Qué mal habría en ello? ¿No le he dicho á us-
ted que vamos á ser muy amiguitos?
—Ni yo le he brindado á usted mi amistad, ni
necesito la suya: deme usted el recado que trae
para doña Andrea, y acabemos.
—¡Doña Andrea!.. no la conozco, ni la necesito
para nada.
—¿Entonces, cómo ha tomado usted su nombre?
—Porque ignoraba el de usted; pero la juro que -
su señora es lo que menos me mis:
—¿Mi señora?
—¡Pues claro!
—Pero usted, ¿por quién me toma?
—Por la doncella.
—¿De quién?
—De la... de la amiga del capitán Rivera.
Isabel enrojeció hasta la raíz del cabello.
No porque aquel hombre la hubiera tomado por
de una condición más humilde de lo que era la su-
ya en realidad, sino por el tono nada equívoco
con que había pronunciado la palabra amiga.