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750 LA CIEGA DEL MANZANARES.
—¡Calla, tonta, que así no te rompo ninguna
costilla!
Doña Gumersinda, en medio de su aturdimiento,
percibía un hedor á vino fermentado que mareaba.
Se hubiera podido mojar un bizcocho en el alien-
to de aquel individuo.
Sin darla tiempo á nada, prosiguió:
—Vengo un poco chispo... no lo extrañes; he es-
tado esta tarde en Chamberí comiendo escabeche
con huevos duros en compañía de tres compañeros
que han sacado un terno á la lotería; y como los
huevos son indigestos, hemos puesto encima bas-
tante vino para que las claras no se nos subieran
á la cabeza.
Todo aquello era griego para doña Gumersinda,
porque sus conocimientos, reclutados entre gente
de morigeradas costumbres, no frecuentaban los
tabernáculos de Chamberí, ni daban besos en las
éscaleras á personas desconocidas.
Pasada ya su sorpresa, exclamó:
— ¡Portero!
Pero el de los huevos duros replicó en seguida:
—¿A qué le llamas? ¿No sabes que el portero me
hace capa? ;
La pobre señora no sabía qué pensar de tan ex-
traña aventura.
¡El portero hacía capas sin ser sastre!
Sobre todo, ¿quién era aquel hombre que usaba
capa en el verano? |
—¡Caballero! —dijo en voz alta,