$80 LA CIEGA DEL MANZANARES.
—No importa: iremos á pie.
—Lo siento por usted.
La distancia es larga, y ha sufrido usted mucho
para que no se encuentre fatigada. |
Ambos siguieron andando en dirección á la Ci-
beles, en busca de la calle de Alcalá.
Isabel y Rivera formaban una linda pareja.
Si cualquiera de sus amigos, que no conociese
la escena del hotel, le hubiese visto tan cortés y
respetuoso con la joven, no podría menos de admi-
rarse.
El calavera, el libertino sin conciencia, quedó
bajo el influjo de una mirada transformado por
“completo.
—¿Cree usted, señorita, que hallaremos á su her-
mana?—la preguntó el capitán.
—¿Y dónde puede haber ido la pobre ciega?
Si no está en el puente, preguntaremos en algu-
na de las posadas cercanas á aquel sitio.
Habían Megado á la Puerta del Sol, y después de
cruzar la calle Mayor, se dirigieron á la de Sego-
via, bajando por la empinada cuesta de Ramón.
Llegaron al puente de Toledo.
Con afanosa mirada, Isabel buscó 4 su querida
ciega; pero en vano.
Allí no había nadie.
—¡Oh, Dios mío! —exelamó. ins estará?
Las lágrimas brotaron de los ojos de la “joven. -
—No llore usted, señorita; su hermana estará re-
“cogida en alguna casa de estas inmediaciones,