Full text: Tomo 1 (001)

  
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802 LA CIEGA DEL MANZANARES. 
chos galones que ocultaban su color corinto, ajus- 
tábanse á sus talles; y rematando aquel traje, ele- E 
gante por lo extraño y caprichoso, llevaban, coche- : 
a ro y lacayo, sombreros con rojas cucardas perfecta- 
mente ceñidos sobre las blancas pelucas. 
Era un tren, ya digo, digno de un rey. 
Pero más que el coche, y más que cochero y la- 
cayo, llamaban la atención las dos personas que le: 
ocupaban, y que necesariamente debían estar acos- | 
tumbradas á ser admiradas, cuando resistían im- | 
pasibles, sin experimentar la más pequeña emo- 
ción, con el aire de la. más perfecta indiferencia, 
el sinnúmero de miradas que sobre ellos estaban 
constantemente fijas. 
  
  
Eran estos personajes un hombre y una mujer... 
pero ¡qué mujer aquélla! y también, ¡qué hombre: 
aquél! 
Ella era la princesa Ajlelaño, ó Georgina, como: 
aquí se hace llamar; pero la princesa de entonces ; 
no era la que conocéis. Tenía diez años menos, y 
diez años en una mujer es mucho tiempo. ¿Veis el 
brillo infernal de sus ojos, negros como carbunclos. 
y grandes como tazas? ¿Veis esa fuerza terrible 
que posee en su mirada, y que domina, aterra, en- 
tusiasma y vence al rival. más poderoso? Pues unid 
á esas condiciones otro poderoso atractivo: el de la. 
dulzura que entonces poseía en el mirar, Fica 4 
prenderéis el valor de aquellos ojos, q ¡ue llevaban 
de las delicias del paraíso á las torturas del infier- 
no; de la región de lo ideal, de lo poético, de lo 
  
 
	        
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