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llegadas 4 París, porque. personas que ese lujo os-
tentan no pueden pasar mucho tiempo inadyertidas,
y yo te confieso que, :esta.es la vez primera que
las veo. :
—Otro tanto me sucede dc pero ¿no s parece
—preguntó Roberto—que debemos satisfacer nues-
tra. curiosidad ¡siguiéndoles? Así como así, nada
tenemos que hacer. .:.
—Te diré—repusó. el barón; —á ds cinco me es-
peran en las Tullerías; de.suerte que á las cuatro
y media, si nuestra desconocida no se ha retirado
del Bosque, te abandono...
—Convenido; repuso el conde.
Y los. dos amigos. hicieron volver grupas á sus
caballos, dirigiéndose á buen paso por el camino
que siguiera el coche en que Adriana iba.
No tardaron en encontrar de nuevo á la. prince-
sa, siguiendo desde entonces el carruaje de esa ma-
nera que los. enamorados piensan que nadie ad-
vierte, cuando por regia general todo el mundo lo
nota.
Varias veces, olaDAL el paseo, las dad de
Adriana y de Roberto se encontraron, y en las de |
la primera leyó el conde de Lesset que no le había
sido del todo indiferente.
El conde era hombre práctico en materia de mu-
jeres, y desde luego se formó el siguiente juicio, que
expuso á su amigo. Morsy, respecto de Adriana en
estos términos:
—¿No te parece que esa es mujer; de historia?
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LA CIEGA DEL MANZANARES.