832 LA CIEGA DEL MANZANARES. '
día en que Guzmán, el mulato, te arrojase á la calle
sin otra ropa que la puesta, te negaría lo más pre-
ciso. Ese joven busca en tí la satisfacción de un ca-
pricho: no eres tú quien le entusiasma; es tu posi-
ción, tu nombre, el fausto que te rodea, el ser la
mujer de moda, el grand succés, como dice esta
gente.
—Poco confías, á lo que veo, en mis dotes natu-
rales, David.
—No es eso; es que conozco el nta que tú.
—Pero bueno, algo estarás meditando, dímelo.
—Lo sabrás á su tiempo. ¿No te acuerdas que un
día me dijiste «ve pensando el medio mejor para
que ni mis trenes, ni mis alhajas, ni nada de lo que
por derecho de conquista, en fin, nos pertenece, salga
de nuestro poder?» pues bien, yo no sólo he pen-
sado en conservar eso, sino que se me ha ocurrido
que, por si caemos algún día en la adversidad, pa-
sen á nuestro poder esos cien mil duros que hace
dos días guarda nuestro hombre en su caja de cau-
dales, cuyas llaves no se separan jamás de su bol-
silo. :
—Desde luego apruebo lo que hagas; pero y si
en tanto el conde da algún paso cerca de mí, ¿qué
he de hacer?
—¡Torpe estás, Adriana! —exclamó David. —¿Es
que ya no sabes entretener á un hombre?
-—Es que la situación del conde va siendo difí-
- cil. Todo el mundo lo cree mi amante, y no me ex-
- trañaría que, atropellando por todo, me hiciera
E