LA CIEGA DEL MANZANARES. 841
«Esperad unos días,» leyó de letra de Adriana,
é inmediatamente, de aquellas palabras dedujo al-
go así como un emplazamiento para él.
- La cólera le ahogaba, y le sofocaba el despecho;
la ira se había reconcentrado en su corazón, y si
nuevamente la calma, una calma terrible que
anunciaba la tempestad, no le hubiera asistido; si
se hubiera dejado llevar de su ira, con seguridad
hubiera habido que lamentar una desgracia.
Esto no obstante, el Chileno hizo un esfuerzo su-
premo sobre sí mismo, y serenando cuanto pudo
su ánimo, dando á la par un aire de indiferencia á
sus ratones: entró, al parecer tranquilo, en el
palco. :
Al verle la princesa, le dijo con afectuoso tono:
—Muchas gracias, Guzmán.
—¿Por qué, Adriana?—preguntó el Chileno,
—¿Por qué ha de ser? Por «estas flores que me -
has enviado.
Sin duda la princesa esperaba ver retratada la
sorpresa en el rostro de su amante, y realmente la,
sorprendida fué ella al observar que el Chileno,
- con un aire de perfecta indiferencia, la: contestó:
- —Seguramente, Adriana, ha sido esta una equi-
vocación. Yo no te he mandado esas flores.
—Entonces — repuso cortada la princesa por
aquella fingida calma que en vano se empeñaba
en aparentar el Chileno,—no las quiero.
—¿Por qué, querida?
Y como si Guzmán quisiese á toda costa variar
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