850 LA CIEGA DEL MANZANARES.
como un gemido; y, por último, un silencio sepul-
cral, sólo interrumpido por algunos pasos apaga-
dos, reinó en aquel departamento.
Poco después de las dos y media de la madruga-
da, una vieja silla de posta se situaba junto al ves-
tíbulo del hotel, y de éste salió un hombre, cuyo c0>
lor y cuyas facciones hubiera cualquiera jurado
eran las del señor de Guzmán.
Ayudado éste por el cochero subió hasta la silla
de camino un baúl de grandes dimensiones, y Se-
guramente pesaba mucho, á:juzgar por los esfuer-
zos que tuvieron que hacer cochero y amo para po-
ner aquel bulto en el pescante.
A Luego arrancaron los caballos; y volvió el hotel
- á quedar en profundo silencio. -
-. En tanto Adriana, asomada á uno de sus balco-
nes, y poseída de profunda emoción, presenciaba
aquellas maniobras, hasta que al ver salir al ca-
rruaje del parque, corrió presurosa á refugiarse.
contra algo que no era fácil explicarse, y que como
terrible fantasma la perseguía, lejos de sus habita-
“ciones, en las de David. :
Aún no había amanecido, cuando el coche volvió.
al hotel y de él descendió el secretario de la prin-
cesa, el cual, después de pronunciar breves pala
bras al oído del cochero, subió á reunirse con
Adriana. : :
—Todo está arreglado, —dijo al verla.