LA CIEGA DEL MANZANARES. 869
dó que le preparasen el estuche para llevárselo él
mismo, y, practicada esta operación con diligen-
cia suma por el mismo dueño del establecimien-
to, sin informarse siquiera del precio de tan valio-
sa joya regresó á su palacio con el fin de vestirse
un traje apropiado para asistir e convite de
Adriana. e
Las dos horas que faltaban fueron interminables
para el joven conde, que ya ardía en deseos de co-
nocer los propósitos de la princesa, iniciados con
aquella invitación, de la que Roberto tanto se pro-
metía.
Llegó al fin la hora, y el conde se encaminó al
hotel de la princesa con el valioso collar en el bol-
sillo.
Un mundo de ilusiones ocupaba su imaginación.
En aquel instante no hubiera trocado su felici-
dad por un trono.
Iba á ver á la mujer á quien amaba, á solas y en
su propia casa, y no es extraño que después de la.
original apuesta, su pasión se prometiera tanta fe-
licidad como soñaba.
Dejemos al conde camino del hotel, y, adelan-
tándonos á su paso, penetremos nosotros, con la
imaginación, por supuesto, hasta las habitaciones
de la princesa, donde ésta esperaba la: ata de
su nuevo amante.
Si hubiera sido posible en aquel instante” leer
en el pensamiento de Adriana, ¡cuántas ideas dis-
tintas, cuántos cálculos y cuántos sueños de ventu-