900 LA CIEGA DEL MANZANARES.
municación á la Península con su extremo meri-
dional.
Recientemente construída, se instaló en ella el
empleado, cuyo deber era animar la cabeza de
aquel gigante.
Era aquel un hombre joven aún, de largos cabe-
llos negros, que siempre llevaba en desorden: sus
ojos, si bien un tanto expresivos, se hallaban muy
fatigados por el trabajo y la atención constante
4 los cristales que acortaban la distancia entre las
próximas estaciones que le ponían en comunicación
con Cádiz y Madrid.
Su semblante era sombrío y taciturno, y de una
palidez tal, que revelaba en él todas las huellas
que dejan en el hombre la pesadez y cansancio de
una vida sedentaria.
Llamábase Luciano, y encerrado siempre en su
observatorio, apenas si cambiaba sus palabras con
las dos ó tres personas del pueblo que, por su car-
go de autoridad, debían estar en comunicación
con él.
Para Luciano, pues, la vida pasaba sin las
afecciones y atractivos que ofrece al corazón del
hombre el trato de la sociedad, esa multitud bu-
lliciosa, cuyos individuos se cruzan y tropiezan,
se comunican sus afectos, comparten sus penas y
alegrías, se aman ó se odian, y Se confunden en
un sentimiento común.
Retirado en su aislamiento y soledad, Luciano
parecía preocuparse tan sólo de la conservación de