914 LA CIEGA DEL MANZANARES.
za, parecía querer decir: «¡Oh, cuán dichosa soy
hoy; todo el mundo que. me rodea debe participar
de mi dicha!»
El anciano, rejuvenecido por esta franca expan-
sión y alegría de la joven, mostró á ésta una de las
ventanas de la casa, la Única que se conservaba ce-
rrada todavía, y no parecía sino que la pregunta-:
ba la causa de su alegría.
La joven miraba la ventana siempre cerrada, y
después, sacando un pequeño reloj de bolsillo y
_presentándolo á los ojos del criado, hizo un ligero
movimiento de hombros, como si hubiera querido.
decir: «Veis, no se da mucha prisa para estar á mi
lado... es UN Perezoso.»
Esto es lo que Luciano creyó entender desde su
observatorio, guiado por el lenguaje que los pre-
sentimientos tienen para el alma,
En efecto, no se engañaba, porque algunos mo-
mentos después apareció en el jardín un apuesto
joven de alta estatura, de dulce y severo porte,
que, con la sonrisa en los labios y salvando á gran-
des pasos la distancia que le separaba de Felisa, se:
acercó rápidamente á ella para saludarla.
El joven tenía cierto aire de semejanza con la
niña. Indudablemente debía pertenecer á la fami-
lia de ésta. Surostro era pálido; su mano, tan blan-
ca y tan delicada como la de la joven; Su pie, pe-
queño y breve como el de una mujer; sus grandes
ojos negros parecían adormecidos por la fatiga ó
por una reciente enfermedad.