930 LA CIEGA DEL MANZANARES.
El aire de satisfacción, aparte la impaciencia.
que cil el joven; las ínsulas de dueño que
se daba arrancando las flores de Clotilde, como si
todo lo que á da joven pertenecía fuese suyo, vi-
nieron á entibiar más y más aquel noble propósito:
que experimentó un instante, bien que con su
cuenta y razón, no desinteresadamente.
Un momento después, sólo en su odio pensaba.
Luciano.
Clotilde apareció en el jardín, y ¡había corrido
con tanta precipitación hacia su primo! ¡Estaba á
la vez tan alesre de encontrarse á solas con él, y
tan triste de pensar en que partía! ¡Parecía tan dul-
cemente conmovida! y una confusión extraña co-
loreaba de tal modo sus mejillas, que Luciano no
pudo contener una mirada de odio y de despecho.
á aquel interesante grupo, exclamando:
- ¡Qué muera ese hombre, siquiera para pur-
gar lo que me está haciendo sufrir!
Carlos, en tanto, conservaba en la mano una rosa
que ofreció á Clotilde.
Esta la llevó á sus labios sonriendo.
Luciano lanzó un grito terrible: grito que se re-
pitió cuando la joven, siempre sonriente, se quitó
“una de sus sortijas y se la colocó en el dedo á su
primo.
- —¡Basta, basta, no quiero ver más! —execluamó el
“solitario de la. torre; y sin detenerse 4 mirar. los
transporteside alegría de Carlos, furioso y desalen-
tado, en vez de córrer allí donde su convencimien-