LA CIEGA DEL MANZANARES.
Luciano seguía luchando en su interior; pero su
pasión era ciega, y sólo en satisfacerla pensaba.
Carlos, en tanto, dormía tranquilo y sosegado,
bendiciendo en sueños quizá á su bienhechor.
A las once y media el torrero se levantó de su
asiento, y después de dirigir una última mirada 4
su huésped y de apoderarse por precaución ed las
cal que éste había dejado sobre la mesa, '
cendió de la torre, cerrando con doble ts ha
puertas.
La tempestad se había calmado; pero la noche
seguía sumida en la más dolapla ta obscuridad.
Ca 3 pálidos relámpagos iluminaban de cuan.
lo en cuando el horizonte.
Más de una vez en su descenso por la montaña ]
ud
miró hacia la torre Luciano, y en una ocasión ere-
yó percibir á lo lejos una luz que oseilaba; y que ¡
pronto Jucía como se ocultaba entre las ma!
zas: ¿De dónde podía provenir aquella claridad?
TO
En otra ocasión es seguro que se hubiera cercio-
rado de la vausa; pero en aquel momento de deli-
rio, ' y ce á los transportes de su espíritu, va P
atribuyó este fenómeno á cualquier meteoro propio !
* de una noche de tormenta.
En un instante cruzó la distancia que le separa-
ba del vecino parque.
Al llegar á éste advirt ió con profundo asombro :
que la puerta que daba al campo se hallaba abier- 08
ta por completo.
—¿Estará Clotilde en el sitio de la cita?—se pre- |