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958 LA CIEGA DEL MANZANARES.
—¡Al salvar á Carlos!
—Si, y 4 mi padre.
—.¿Pero ha salvado usted á Carlos? ¿Cómo?
—¡Cómo! Sólo un milagro dijo usted esta tarde
puede salvarles, ¿no es eso?
—8í, —contestó Luciano poseído de viva ansie-
dad; —¡pero ese milagro!...
—Yo lo ze hecho.
—¿Ustec
—8Í. Si % telégrafo ardiera. me dijo usted, el te-
legrama no llegaría 4 su destino; los buques arri-
barían á Cádiz y se habrían salvado. Pues bien, el
te elégrafo ha ardido; mire usted cómo se elevan al
cielo las llamas.
—¡ Infeliz! ¿Qué has hecho?-—exclamó Luciano
lido de terror.—Allí este Carlos, á quien yo |
mismo he conducido á mi habita ción.
lotilde exhaló un grito doloroso y cayó desplo-
mada en tierra.
En cuanto á Luciano, nada volvió á saberse de él.
“La orden que el telégrafo había retenido se co-
municó más tarde á las autoridades de Cádiz, y el
padre de Clotilde pagó con la vida su amor á la
causa de la libertad. : |
A partir de aquel momento, el corazón de la ni-
ña no disfrutó un solo instante de paz.
El remordimiento la atormentaba atrozmente, y
en lucha siempre con su conciencia, la joven se
sentía morir. 0
Esto, unido al pesar intenso producido por la