LA CIEGA DEL MANZANARES. 989
conduce al sacrificio de mi vida para salvar mi ho-
nor; pero'Adriana, es preciso que desistas de tu fu-
nesta idea. Quiero morir solo.
—¿Otra vez? Te he dicho, Roberto, que mi reso-
lución es irrevocable: si tú mueres y no tienes otro
medio de salvarte de la deshonra, yo he de seguir-
te. ¿No quieres que espiremos juntos en un instan-
te mismo? Pues bien, contra tu voluntad, mi alma
seguirá á la tuya y se encontrarán en el cielo ó en
el infierno; pero se encontrarán, no lo dudes.
—¿Es decir que insistes?
E :
—Entonces, Adriana, plana tu deseo. Vamos
hacia la tumba; cuanto antes, mejor.
—No, Roberto; hemos convenido despedirnos de
esta vida y pasar algunas horas de felicidad antes
de que la muerte nos sorprenda. E
—¿Y tienes valor?.
—¿Valor de gozar ióndare á mi “lado y perci-
biendo tus caricias? ¡Qué pregunta! -
—Es que la idea de la muerte que se aproxima
á pasos agigantados no puede menos de imponer.
—Por eso quiero distraer tan fatal y triste idea.
En tus brazos, viendo tus ojos amantes fijos en los
míos, sintiendo el calor de tus "brazos en mi cue-
llo... así Roberto puede la muerte avanzar al paso
que quiera, hacer de mí su presa, arrebatarme á
la vida, sin que me aperciba de su Pan ¿No
lo comprendes, Roberto? :
—5Í, Adriana; embrisguémonos en el placer; en=