1100 LA CIEGA DEL MANZANARES.
—En realidad, poca cosa—repuso Mauricio.
Que esos diputados que tienen fama de oradores
notables, porque hablan bien, se creen con dere-
cho para armar escándalos en todas las sesiones,
no guardando á los señores ministros el respeto
- que se merecen.
Cuando yo entré en la tribuna, una salva de
aplausos interrumpía á un orador que desde los
bancos de la mayoría atacaba rudamente la polfti-
ca del Gobierno. ]
Yo no sé la cuestión que se trataba ni qué diría;
mas de nuevo fué interrumpido su discurso.
Unos gritaban: «¡fuera!» y otros: «¡muy bien!»
Por espacio de un cuarto de hora nadie pudo en-
tenderse, por más que el presidente agitaba la cam-
panilla hasta Megar á romperla.
Restablecido el silencio, el señor ministro de Es-
tado se levantó á contestar al provocador.
Claramente oí sus primeras palabras, que eran
muy corretas; pero después el alboroto volvió á re-
producirse con más fuerza que en un principio.
Yo tuve que taparme los oídos.
Aquellas voces de «¡fuera! ¡que se escriban esas
palabras!» y otras por el estilo, me hacían daño;
tanto es así, que más que en el Congreso creía ha-
lMlarme en una plaza de toros. |
Terminó Mauricio haciendo mil ademanes de
asombro. |
—¿Y qué más?—le preguntó la condesa.
—No puedo decir á. vuecencia en qué pararía
Pe.