Full text: Tomo 2 (002)

1100 LA CIEGA DEL MANZANARES. 
—En realidad, poca cosa—repuso Mauricio. 
Que esos diputados que tienen fama de oradores 
notables, porque hablan bien, se creen con dere- 
cho para armar escándalos en todas las sesiones, 
no guardando á los señores ministros el respeto 
- que se merecen. 
Cuando yo entré en la tribuna, una salva de 
aplausos interrumpía á un orador que desde los 
bancos de la mayoría atacaba rudamente la polfti- 
ca del Gobierno. ] 
Yo no sé la cuestión que se trataba ni qué diría; 
mas de nuevo fué interrumpido su discurso. 
Unos gritaban: «¡fuera!» y otros: «¡muy bien!» 
Por espacio de un cuarto de hora nadie pudo en- 
tenderse, por más que el presidente agitaba la cam- 
panilla hasta Megar á romperla. 
Restablecido el silencio, el señor ministro de Es- 
tado se levantó á contestar al provocador. 
Claramente oí sus primeras palabras, que eran 
muy corretas; pero después el alboroto volvió á re- 
producirse con más fuerza que en un principio. 
Yo tuve que taparme los oídos. 
Aquellas voces de «¡fuera! ¡que se escriban esas 
palabras!» y otras por el estilo, me hacían daño; 
tanto es así, que más que en el Congreso creía ha- 
lMlarme en una plaza de toros. | 
Terminó Mauricio haciendo mil ademanes de 
asombro. | 
—¿Y qué más?—le preguntó la condesa. 
—No puedo decir á. vuecencia en qué pararía 
Pe. 
  
  
 
	        
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