1102 LA CIEGA DEL MANZANARES.
Ya sabe vuecencia que siempre me tiene 4 Sus
órdenes, y puede mandar cuanto guste 4 su hu-
milde criado; —- repuso el ayuda de cámara ha-
ciendo con la cabeza mil reverencias, al par que
con su movimiento de piés parecía tener empeño
en desgastar la alfombra.
Luego se despidió, saliendo del gabinete lo mis-
mo que el musulmán de la mezquita.
—Hijas mías, vamos al comedor;—agregó la
condesa, cogiéndose del brazo de su hija.
Isabel, dejando el bastidor encima de una silla,
se puso de pie. | |
Del gabinete pasaron al comedor.
La comida fué triste en aquella mesa bien servi-
da y con todos los manjares más ricos que el estó-
mago puede apetecer; faltaba la mejor salsa, ese
estimulante del apetito: la ES que rara vez
deja de acompañar á la mesa de los pobres.
Por más que la condesa se esforzaba para animar
á Isabel, no pudo conseguirlo.
Ella también estaba triste.
Terminada la comida volvieron al gabinete.
Las horas transcurrían, y ni Rivera ni el conde
se presentaban. 17
LA ninguna de ellas disimuló sus sentimientos,
y hasta, Adela dejó reflej ar en su rostro la tristeza.