110 LA CIEGA DEL MANZANARES.
pensaba Enrique en el cambio de vida que iba á
-Operarse en él.
Recordaba con amargura las últimas palabras
de su infortunado abuelo, aquella revelación que
le había hecho respecto de su madre, y pensaba,
no sin dolor, qué peligros serían aquellos que le
había dejado entrever la persona á quien más ama-
se en su vida, aquella que durante diecisdis años
había vivido consagrada á él.
No permanecía tampoco ociosa la imaginación
de Eduardo. Tenía que llevar á su hijo á su casa,
y en ésta se encontraría con Aurora, la mujer con
quien vivía, y con los dos hijos que de ésta había
tenido.
¿Debía declarar la verdad á Enrique? ¿No pade-
cería su autoridad de padre?
Por un momento pensó enviar á su hijo, bajo
cualquier pretexto, á una población lejana, y vi-
vir separado de él; pero su conciencia repelía esta
idea.
—Lo mejor es—se dijo—declararle parte de la
verdad. Resuelto á hacerlo así, y como iban solos,
entabló con Enrique el siguiente diálogo:
—«¿Duermes?
—No..
—¿Pensabas entonces?
—SÍ que pensaba.
—¿Y puede saberse en qué? |
—Difícil sería decirlo, porque eran tantas las co-
sas que tenía en mi imaginación...