1146 LA CIEGA DEL MANZANARES.
—¿Es de veras?—agregó Isabel afanosamente.
—Sí. No temas que te engañe.
—Gracias; no sabe usted cuánto se lo agra-
dezco.
Sobre todo, si no me oculta ninguna noticia.
Aunque Rivera tenía poco tiempo disponible, un
amante siempre puede robar algunos instantes al
sueño para escribir á la que adora.
En un principio, Isabel recibía casi á diario
cartas de su prometido.
En ellas, además de lo que es de rigor entre
enamorados, la decía que no se afligiese; que aque-
Mo era cosa de juego, sólo comparable con un pa-
seo militar. |
Desde que entraron en Cataluña, Rivera tuvo
menos tiempo para escribir, y las cartas dejaron
de ser tan frecuentes.
Isabel, careciendo de noticias, cada vez estaba
MÁS triste, sin que bastasen á devolverla la ale-
gría, ni las palabras de doña Carolina y de Adela,
ni las promesas del conde, que constantemente la
repetía:
—NOo ha sucedido nada.
La división del Regente aún no ha tenido nece-
sidad de disparar un tiro, ni espero que la tenga.
—Pues los periódicos no dan tan buenas espe-
- ranzas, —objetaba Isabel.
de —Los poató MOR dicen lo :que quieren.