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LA CIEGA DEL MANZANARES. 117
—$Í; pero es la única manera de librarme de
arrastrar una cadena.
—¡Una cadena!
-——Sí, Enrique. Tú sabes que por razón de mi
cargo manejo fondos del Estado,
Ve do:sés ?
—Pues bien,—hoy, al abrir la caja, me encuen-
tro con que me han robado.
—j¡0h, Dios mío!
—Ya ves que no tengo otro remedio para libra-
ros de mayor deshonra, que quitarme la vida. La
cantidad sustraída es tan grande, que no tengo
medio de reponerla..
Solo siento—exclamó Eduardo haciendo asomar
dos lagrimas á sus párpados, —abandonaros á la
edad en que estáis; pero es preciso.
—Padre,—dijo Enrique, conmovido ante aquel
fingido 'dolor.—Yo puedo salvarte. El abuelo, al
morir, me llamó á su lado para decirme: «A tu tío
el canónigo le dejo diez mil duros, que te entrega-
rá cuando se los pidas. Dispón de esa cantidad que
es tuya.» ¿Importa más lo que te han robado?
—Muy poco más; —repuso Eduardo con radian-
te alegría; pero avergonzado al.mismo tiempo del
proceder noble y elevado de aquel hijo 4 quien
hacía víctima de los caprichos y exigencias de su
querida. | j |
Dos días después, convenido todo entre Enrique
y su padre, salió el primero para Sevilla con obje-
to de recoger la cantidad que le legara su abuelo.