124 LA CIEGA DEL MANZANARES.
que vivía desde que para siempre se apartó de su
abuelo querido, y las lágrimas inundaban sus me-
Jillas. |
—Si yo fuese huérfano—se decía,—me explica-
ría este aislamiento en que vivo. Comprendería
esta falta de afecto y de consideración hacia mí;
pero tengo mis padres, tengo una familia, y, sin
embargo, ¿para qué me sirven?
¡Mi padre! ¿Qué tengo que agradecerle? La vida.
¡Ah! Gran merced la que me hizo. Crearme para
sufrir, para hacerme verter lágrimas que no quie-
re secar.
¡Mi madre! ¡Oh, misterios de la vida! ¿Son to-
das como la mía?
Yo he leído, yo he visto á las madres sacrificar-
se por sus hijos; amarlos con locura, con delirio,
con una pasión de... madre, la más santa, la más
pura, la más grande.
¿Y ella? ¿Dónde están sus caricias? ¿Dónde sus
halagos?
No parece sino que la estorbo, que mi presen-
cia la molesta. ¿Por qué?
Esto es para desesperarme.
¡Ah, pobre abuelo mío! Comprendo tus sufri-
mientos al abandonarme á mis padres.
He llegado á aborrecer la vida. ¡A aborrecer la
existencia cuando aún no tengo dieciocho años!
¡Qué triste es esto! ¡qué horrible la soledad for
zada en que me hallo!] |
AMí, en la casa de mi abuelo, ¡qué dichoso era!