166 LA CIEGA DEL MANZANARES,
pueblo, eminentemente liberal, no se dejaba impo-
ner por los absolutistas.
Así pasaba el tiempo, devorado por la ansiedad
y por el temor y con el alma contristada por el pe-
sar. Cada día que pasaba sufría una nueva decep-
ción. Su causa estaba muerta; su fuina, decretada;
la libertad, perdida.
Una tarde, apenas entró en su despacho, llegó á
anunciarle un portero "que el ministro había dado
orden de que sin pérdida de tiempo se presenta-
se á él.
Lorenzo, ante tan apremiante disposición, se
apresuró á cumplirla, y breves instantes después
se hallaba al lado del ministro.
—¡Ah, es usted! —dijo éste al verle llegar.—Me
alegro infinito de que no me haya hecho usted es-
perar. Venga, amigo Bueno, á esta otra habitación,
que estaremos mejor.
Y Lorenzo, precedido del ministro, entró en un
pequeño despacho, donde, una vez que hubieron
los dos tomado asiento, le dijo su jofo:
—Señor Bueno, el Gobierno, y la causa santa que
defendemos, necesita de usted. Hace falta un hom-
bre dispuesto á sacrificarse por el bien de la patria,
que no abrigue temor ninguno, y que sin reparo
se arroje en medio de un mundo de conspiradores,
penetre en sus planes, descubra sus secretos, y lo-
gre hacer que fracase la conspiración que se trama.
Es condición precisa que ese hombre posea dos
idiomas: el francés y el inglés; pues se cree que