222 LA CIEGA DEL MANZANARES.
-—No vale la pena, señor.
—¡No ha de valer! De esta vez no se salen con la
suya esos miserables. Juan, amigo mío, es necesa-
rio hacerse con los papeles que ese hombre ha
guardado en el bolsillo de su chaquetilla.
——Pues si no es más que eso, no se apure usted,
mi teniente, que los tendremos pronto.
—No es fácil la empresa.
—Ni difícil, |
—¿Cómo distinguirle entre tantos á la salida?
¿Cómo atacarle delante de los demás, dado caso
que lleguemos á conocerle?
—Eso corre de mi cuenta.
-—Y 2 86, Juan, que eres hombre de ingenio: y
que el valor no te falta; pero es que lo que se pre-
tende es casi un imposible. Es preciso hacernos de
esos documentos, pero sin provocar el escándalo, y
no me atrevo, por temor de que mi plan fracase, á
proceder á la detención de ese hombre.
—Pues á mi entender, ese sería el mejor medio.
Sígame usted, mi teniente, y pelillos á la mar,
como dice la gente de por acá.
—¿A dónde vamos? |
—A aquella esquina donde hay un farol. Por
allí ha de pasar el vejete que nos llama foragidos,
y que no ha de vanagloriarse más del insulto, como
soy hijo de mi madre.
—Juan, una imprudencia nos perdería.
-¿Quién le dice, mi teniente, que vaya á co-
meterla? Dios me libre de esa tentación.