324 LA CIEGA DEL MANZANARES.
Las dos ¡principales habitaciones permanecían
alumbradas por la luz de un quinqué colocado so-
bre un velador, con la cual pugna el crepúsculo
que penetra por el balcón.
Un débil reflejo arroja una lamparilla situada
en la otra habitación, una alcoba, sobre una an-
tigua mesa de noche que está próxima á un lecho
en el cual, pálido, ojeroso, demacrado, sin fuerzas
para moverse, se hallaba un anciano. |
Es el padre de Elena.
Junto al lecho del dolor, la joven hace esfuerzos
erandísimos para ocultar el llanto que brota de
sus ojos en abundancia, y que no quiere advierta
el anciano, por no darle á entender el peligro en
| que se halla. Al otro lado de la cama, con la mi-
rada triste y fija en el rostro del moribundo, per-
manece Lorenzo. Lorenzo, á quien esta escena de
dolor doblemente le emociona, pues al pesar que
le produce la pena que va á lamentar en breve,
suma el dolor inmenso de un recuerdo. Un mes s0-
lamente hacía que su padre, otro anciano como
aquél, había entregado á Dios su alma.
La desgracia parecía que descargaba los mis-
mos golpes sobre el amante y la amada, tan
acreedores ambos á una felicidad de que el cruel
destino les privaba.
- —¿No te parece, Lorenzo—dijo Elena después
de un prolongado silencio, —que está más tranquilo
desde hace un rato?
—Así lo creo.