326 LA CIEGA DEL MANZANARES.
añadió, volviendo la vista hacia el lado donde el
joven se encontraba, —mucho tiempo hace que te
considero como á un hijo. Mi Elena te entregó su
corazón cuando era una niña, y yo me siento hoy
dichoso de la elección de mi hija, porque sé que
queda bajo el amparo, protección y cariño de un
hombre honrado. Pasa á este lado, hijo mío, junto
á ella, y no os separéis jamás. |
Esta es mi última voluntad, hijos, y ésta, Lo-
renzo, la herencia que al morir te lego. Quiérela
siempre como hoy la adoras; y tú, Elena, ámale.
que es digno de tu amor. Daos la mano y aproxi-
máos, que esta vida se me va acabando, y quiero
- antes daros mi bendición; luego, que os dé la suya
el sacerdote. |
Los jóvenes, con ES ojos arrasados en llanto,
cayeron de rodillas á los piés del lecho, donde el
moribundo, con grandes esfuerzos, logró incorpo-
rarse.
—Recibid mi bendición, y que Dios os haga tan
felices como vuestro padre desea. ¿No es verdad —
añadió á poco—que es muy dulce morir como yo
muero? Cierto es que hubiera deseado dejaros he-
chos esposos ante Dios; pero la confianza que en
vosotros tengo es tan grande, que ni la más pe-
queña duda me atormenta.
La respiración fatigosa del enfermo, á medida
que hablaba, hacíase más difícil.
—No puedo más—dijo,—tengo algo aquel ge
-señalaba al pecho—que me atormenta horrible-