Full text: Tomo 2 (002)

326 LA CIEGA DEL MANZANARES. 
añadió, volviendo la vista hacia el lado donde el 
joven se encontraba, —mucho tiempo hace que te 
considero como á un hijo. Mi Elena te entregó su 
corazón cuando era una niña, y yo me siento hoy 
dichoso de la elección de mi hija, porque sé que 
queda bajo el amparo, protección y cariño de un 
hombre honrado. Pasa á este lado, hijo mío, junto 
á ella, y no os separéis jamás. | 
Esta es mi última voluntad, hijos, y ésta, Lo- 
renzo, la herencia que al morir te lego. Quiérela 
siempre como hoy la adoras; y tú, Elena, ámale. 
que es digno de tu amor. Daos la mano y aproxi- 
máos, que esta vida se me va acabando, y quiero 
- antes daros mi bendición; luego, que os dé la suya 
el sacerdote. | 
Los jóvenes, con ES ojos arrasados en llanto, 
cayeron de rodillas á los piés del lecho, donde el 
moribundo, con grandes esfuerzos, logró incorpo- 
rarse. 
—Recibid mi bendición, y que Dios os haga tan 
felices como vuestro padre desea. ¿No es verdad — 
añadió á poco—que es muy dulce morir como yo 
muero? Cierto es que hubiera deseado dejaros he- 
chos esposos ante Dios; pero la confianza que en 
vosotros tengo es tan grande, que ni la más pe- 
queña duda me atormenta. 
La respiración fatigosa del enfermo, á medida 
que hablaba, hacíase más difícil. 
—No puedo más—dijo,—tengo algo aquel ge 
-señalaba al pecho—que me atormenta horrible- 
 
	        
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