344 LA CIEGA DEL MANZANARES.
—Elena, escúchame. Esta situación nuestra tie-
ne un término seguro: la muerte. ¿No es cierto?
—AsíÍ es.
—Nosotros podemos morir, y eso es un bien para
los dos; ¿pero debemos matar á nuestra hija?
— ¡Nunca! y
—Pues entonces, puesto que aquí es segura su
muerte, veamos una manera de salvarla.
—;¡Ah, si eso fuera posible! E
—Intentémoslo.
—¿Cómo?
—Abriga á nuestra hija, despídete de ella, y
dámela. ;
—¿Qué vas á hacer? | |
—Ponerla en camino de salvación. Lleyarla á la
puerta de una iglesia antes de que amanezca, y
dejarla bajo la protección de Dios.
—¡Abandonarla! —gritó Elena,
—S$í, abandonarla, antes de dejarla morir.
—¡Nunca, nunca! —exclamó la desdichada ma-
dre, estrechando convulsa entre sus brazos á la
niña.
—Elena, reflexiona sobre la situación en que nos
hallamos. Si permanece aquí, su muerte es indu-
dable, inminente. Si no pruebas á darle calor con
tus heladas carnes, acércale el pecho á ver si logra
extraer una gota que humedezca su seca garganta.
—i¡Lorenzo! ei )
— ¡Esposa mía! ¿Qué hacemos?
Elena se levantó sin pronunciar palabra. En-