370 LA CIEGA DEL MANZANARES.
Ambas se dirigieron hacia la puerta de salida.
Pero antes de llegar sonó la campanilla.
- —Ñ—¡Doña Andrea!—exclamó la joven. — Tanto
mejor... ¡nos ayudará!
Y abrió la puerta decididamente sin detenerse á
mirar por la ventanilla.
No era la viuda.
En el descanso de la escalera había dos hom-
bres, cuyo aspecto no inspiraba la mayor con-
fianza. |
El uno, con gabán y sombrero de copa, llevaba
en la mano un bastón con borlas.
El otro, de traje más modesto, pero de peor ca-
-tadura, se apoyaba en una especie de g a ote pin-
tado de negro con puño de plomo.
Sin esperar á ser interrogado preguntó el pri-
mero: | i
—¿La señorita Isabel?
YO SOY, —dijo la joven sin darle tiempo á que
pronunciase el apellido.
-—Pues bien; dése usted presa.
—¡Yo!
La joven quedó aterrada; sin embargo, creía
haber oído mal. |
—¡Presal=excl amó Carolina, igualmente sor-
prendida. 0 e
—Sí, señora.
—¿Por qué motivo? |
—Lo ignoro: es una orden que he recibido hace
poco. |