388 LA CIEGA DEL MANZANARES.
—Esta tarde no ha venido: vea usted, puede
que conozca la causa.
—Tal vez.
Una de las vecinas que formaba cónclave con la
portera, dijo, mirando hacia la calle del Pez:
—¡Ya viene doña Andrea!
—¿No sabrá nada? —preguntó doña Gumersinda.
—Probablemente; porque la cosa ha pasado en
su ausencia.
—Pues es necesario prevenirla... no decírselo
de sopetón... porque esas cosas emocionan do-
lorosamente, y... ¡Dios sabe lo que puede sobre-
venirla! !
—¡Ave María! ¡No es para tanto!
—Eso va en los caracteres; élla es nerviosa...
déjenme ustedes á mí, que me pinto sola para es-
tos lances. ; En
—Haga usted lo que quiera; ahí están las llaves.
En aquel momento entraba la viuda en el portal.
—;¡Buenas tardes, vecina! —la dijo la anciana,
llevándola hacia el fondo donde empezaba la esca-
lera, mientras la portera entraba en su zaquizamí
en bus ca de las llaves. E
— ¡ Felices, doña Grumersinda ! —la contestó
aquélla. |
—¿Cómo está usted?
—Bien desde esta mañana; creo que nos hen
do .
pac ; pero. A ¡como de un momento á otro pue-
den « suceder tantas cosasti.;