LA CIEGA DEL MANZANARES. 429
—Pase usted, don Luis.
Impaciente el capitán por conocer la causa de
aquella tristeza, y sospechando que su corazón no
le engañaba al anunciarle una desgracia, repuso:
—¿Qué ocurre?
—No sé cómo decírselo; — agregó la buena se-
ñora. |
— ¡Isabel! —exclamó Luis, como si al pronunciar
el nombre de la que quería con toda su alma ha-
llase la explicación de sus tribulaciones.
—No está en casa, nos la han arrebatado; — re-
puso doña Andrea con angustia.
—¿Dónde, dónde está? — repitió Luis retorcién-
dose las manos con coraje.—¡Oh! soy capaz de des-
truir medio mundo por encontrarla. Mas, ¿cómo ha
sido? | | :
—No sé más que lo que me han contado.
—Pues bien, dígame usted todo lo que sepa; —
balbuceó Rivera con los ojos inyectados en sangre
por la desesperación, y el corazón transido de
pena. (
La anciana señora refirió al capitán lo que una
vecina la había dicho respecto á la prisión de
Isabel. e
Luis, al escuchar el relato, sintió crecer su cóle-
ra, y mesándose los cabellos exclamó: |
—¡Qué infamia! ¡Y cuándo han ido á cometerla,
cuando tengo la orden terminante de salir hoy mis-
mo de Madrid! ¡Cuando mis deberes de militar me
obligan á abandonarla!