4992 LA CIEGA DEL MANZANARES.
quítica que sea la persona que nos ofrece su pro-
tección, nos es simpática.
El ayuda de cámara era el único, 4 excepción
del médico, que se ofreció en aquellas circunstan-
cias á protegerla.
—¡Corra usted á salvar á mi pobre hermana!-—
murmuró la joven.
- —Calma—replicó Mauricio.
La prometo que bien pronto la arrancaré del
lado de esa vieja que la martiriza.
Como si todos estos ofrecimientos fueran pocos,
el ayuda de cámara, fiel observador de las órdenes
que recibió de su amo, decidido á obedecerlas, pa-
ra darse más importancia, añadió, dándose golpes
en el pecho:
—Tan arraigado ostá en mí el espíritu caballe-
resco de mi señor, tan presentes tengo las pala-
bras que me ha dicho, que por obedecerlas soy ca-
paz hasta de perder cien vidas que tuviera.
Como sabe el lector, el fuerte de Mauricio era
la oratoria hueca y retumbante, y así como hay
- gallos que se crecen en la poto Mauricio se cre-
cía hablando.
—Los que servimos á la nobleza, seguimos su
ejemplo, procurando imitarles en todo.
La defensa de las damas es obligatoria á todo
buen caballero, y yo, que en ausencia de mi señor
le represento, antes que permitir que toquen á US-
ted á un solo cabello... |
Al llegar á este punto, el ayuda de cámara cor-
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