LA CIEGA DEL MANZANARES. 501
—Considere usted, señorita, que para mí no es
sacrificio lo que hago.
—No quiero que nadie padezca por mi culpa. ]
—$i usted no ha cometido ninguna—murmuró
Dolores. ]
—No importa—repuso la joven.
Pedía que me librasen del callas mas no
otra Cosa.
Estimo su acción en lo mucho que vale, y la
agradezco con toda mi alma; mas no puedo acep-
- tarla—terminó la joven con nobieza.
El bondadoso corazón de Isabel no podía admi-
tir el ofrecimiento de Dolores.
Si la prestó un servicio, no fué con la idea que
se le devolviese.
Además, su alma generosa no podía tolerar que
Otra sufriese la infausta suerte que á ella le corres-
pondía. may
Mudo de asombro contemplaba el doctor aquella
escena, Ó, por mejor decir, aquella lucha, en la
que tomaban parte la abnegación y la gratitud.
—¡Qué dos corazones más hermosos! —murmuró
enternecido. , | se
¿Por qué no presenciarán estas escenas los mis-
mos que las motivan? | |
Dolores, viendo que nada adelantaba con supli-
car, dirigiéndose al doctor, dijo:
—Don Félix, no quiere hacerme caso.
Ayúdeme usted.