LA CIEGA DEL MANZANARES. 57
cando su mano, que ella retiraba.—¿No tiene us-
ted confianza en mí?... Deseo inspirársela.
—¡A lo menos—dijo Isabel, como si hablase con-
sigo misma, —ya ha oído que yo no amo á su so-
brino por ambicioso cálculo!
—Lo he oído, sí; y eso es Ea es lo que
me ha obligado á descubrirme. Si hubiera visto en
usted una conducta torcida y engañosa, lo bastan-
te para dar pábulo á mis sospechas, hubiera sali-
do de aquí, guardando el incógnito, para decirle á.
mi sobrino: «Esa mujer te engaña; no es digna de
tu amor.» )
cad ahora? —preguntó Isabel sorprendida, se-
cando sus lágrimas. | |
—Ahora le buscaré para decirle: «Es digna.
de tí.» |
— ¡Señora!
—Y qué, ¿no tendré razón? | e
—¿Viene usted á burlarse? ¡Qué rua
—No, Isabel; no me juzgue usted de un modo
tan rorable: Vamos á hablar claro, muy. ds
ro, para ver si nos entendemos. Yo no prometo na-
da; pero tampoco niego nada: sólo quiero que sea
usted tan franca conmigo, ahora que me conoce,
como lo fué cuando no me conocía.
Sé quién es usted, porque la he oído explicarse
- con el acento de la verdad. ¿Tiene usted inconye-
niente en que sepa quién es su familia?
—Ninguno ,—contestó la joven con resolución.
—Yo puedo hacer eS en todo esto. |
TOMO IL. ds , 8