614 LA CIEGA DEL MANZANARES.
to á- los jefes, y mucha uniformidad en el manejo
del arma.
El bueno de Antonio olvidaba que por el solo
hecho de abandonar los milicianos sus hogares pa-
ra prestar servicio sin retribución alguna, cum-
plían con exceso sus deberes de ciudadanos.
Al llegar á su casa se encontró con su mujer que,
con el mandil puesto, liada la cabeza en un pa-
fuelo y la escoba en la mano, le esperaba á pie
firme en el portal, en la posición de un recluta en
su lugar descanso.
Los esposos se miraron, y Antonio, retorciéndose
su espeso bigote, exclamó con acento gruñón:
—¿Aún no has barrido la portería? -
—¡Jesús, y qué hombre! ¡Qué humor traes!
¡Cómo se conoce que sales de guardia!
Cuando terminas un servicio, no hay quien te
sufra; parece que vuelves á casa con la Ordenanza
metida en el cuerpo, y todo quieres] llevarlo á punta
de lanza;—le replicó su mujer, comprendiendo que
aquella pregunta era el exordio de algún sermón
- que traía preparado de antemano.
—Es que me gustan las cosas bien hechas.
—Y á mi; —replicó Tomasa vivamente.
—¡Se conoce muy poco!
Son las nueve de la mañana, y aún está la por-
| tera sin barrer. 7
- —¡No mientas! No son más que las ocho, y an-
tes he tenido que hacer muchas cosas.