LA CIEGA DEL MANZANARES. 629
demostrarlo metería las manos en el fuego,—bal-
buceó Georgina con vehemencia.
—Creo á usted, señora. Por desgracia, estoy
acostumbrada á tratar con criminales, y para co-
nocerles me basta sólo examinar su semblante.
El de Isabel revelaba tan claramente la pureza
de su alma, que no había lugar á dudas de ningun
género.
—¡Gracias! Usted la hace justicia. Mas permíta-
me usted que la vea cuanto antes, —exclamó Greor-
gina con ansiedad.
—+Es imposible: Isabel ya no está aquí, —replicó
la directora.
— ¡Que no! —repuso Georgina con asombro, al
par que se decía: y |
¿Me engañará esta mujer?
—No, señora: Isabel salió hace ya días conducida
para la Coruña, | y
—¡Cuánto lo siento! —balbuceó la princesa, aho-
_gando un suspiro de satisfacción.
En fin, ya que no á ella, podré dar trabajo á
otra reclusa que lo merezca y usted me reco-
miende.
—Con mucho gusto, señora: precisamente es lo
que más falta les hace. |
El día que la sociedad se convenza de que no es
la pena la que corrige á los delincuentes, habrá
en las cárceles menos calabozos y más talleres,
Queriendo Georgina conocer el motivo en que
se fundara la prisión de Isabel, añadió: