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LA CIEGA DEL MANZANARES.
Alcancé á dos, y después de desarmarles, les dí
una paliza soberana (Mauricio, recordando los pa-
los recibidos, notó que aún le dolíam). - |
Después me fuí á Palacio.
¡Qué manera de llover balas!
¡Caían como cuando graniza!
Despreciando el peligro, y sabiendo el compro-
miso en que se hallaban los alabarderos que de-
fendían la augusta persona de la reina, corrí en su
- auxilio.
Llegué tan á tiempo, que un minuto después
[hubiera sido inútil mi presencia, pues los subleva-
Ñ E dos se hubieran hecho dueños del Palacio.
Con un fusil, y colocándome en la escalera prin-
cipal, la defendí, impidiendo que los soldados de
Boria se apoderasen de la augusta persona de la,
reina. ) | !
Cuando llegaron á ayudarme los alabarderos,
ya había yo matado á cuatro Y herido á un sin-
número de rebeldes. |
¡Pero Jesús! ¡Cuánto muerto! ¡Qué de herida
¡Aquello era horroroso! Están las escaleras de
Palacio que no hay sitio donde se pueda poner un
alfiler que no esté señalado por las balas. |
—¿Y cómo se arregló usted para salir ileso? —
preguntó doña J acinta con fingida extrañeza.
—Porque busqué refugio parapetándome detrás
de un poldaño—iba á decir Mauricio, perO se con-
tuvo. |
: Después de vacilar, repuso. con n pedantería: