950 LA CIEGA DEL MANZANARES.
—No sabía siquiera que hubieses tenido visita.
—S8í la he tenido. ¿Y sabes á lo que venía?
—Tú dirás...
—Pues á encargarme de la defensa de un fratri-
cida.
—Mala causa.
—No, mamá; al contrario, una causa preciosa.
Se trata de un fratricida inocente. Es decir, casi
inocente. Además, yo, por lo que recuerdo que di-
jeron los periódicos, el asunto tiene una parte in-
teresantísima y hasta novelesca, y creo que ha de
- prestarse á una buena defensa.
—Dios lo quiera, Antonio, por bien del procesa-
do y por el tuyo también.
-—Claro. Como que esta causa puede darme re-
nombre.
Al día siguiente, Antonio iba á ver á su defendi-
do al hospital General.
Casimiro había podido abandonar el lecho, y
cuando Antonio le dijo que era su abogado, le ce-
dió la silla en que estaba sentado junto á su cama,
y quedó él de pie y en respetuosa actitud á su lado,
—Siéntese usted, Casimiro—le dijo Antonio con
cariñoso acento; —tenemos que hablar mucho.
—Estoy bien de pie, caballero. |
—No, hombre, no; siéntese usted; si no, me le-
-vanto yo.
Casimiro se sentó en la cama y esperó á que An-
tonio le dirigiera la palabra.