96 LA CIEGA DEL MANZANARES.
que serán las dos lo que hemos sido nosotros, dos
hermanas, no dos amigas. Dí, Lorenzo, ¿quieres ser
el padre de mi pobre Ángela? Si esto haces, puedes
enorgullecerte de ser tú quien salva nuestra
causa. |
—Landaburu —contestó Lorenzo con solemne
expresión y colocando su diestra sobre la espada
que Landaburu había dejado sobre la mesa, —pue-
des morir tranquilo; yo p0% desde ahora el. padre
de Ángela.
—¡Gracias, hermano mío, gracias! —exclamó el
teniente de Guardias arrojándose en pole brazos de
su amigo.
En aquel instante llegó hasta allí el toque de cor- **
netas llamando á formar á la guardia.
Los dos amigos se miraron atónitos.
—Ha llegado el momento, —exclamó Landa-
buru.—¡Adiós, hermano de mi alma; adiós, Loren-
zo! Vová
puede morir por la libertad!
| Quiso Lorenzo hablar, y no pudo; parecía. que
un dogal colocado en su cuello le apretaba con te-
rrible fuerza. |
—¡Vela por ella! —dijo á su oído el teniente es-
trechando contra su corazón á su amigo, y preci-
pitándose fuera del despacho.
Lorenzo quiso seguirle.
—i¡Detente!— gritó el heróico oficial.—No me si-
gas, porque al verte, tal vez me falte el valor que
necesito para morir,
salvar nuestra causa... ¡Dichoso el que