EL SECRETO. 107
—Señor, ¿dais permiso á Amelia para que
coma una segunda rebanada de pan con mer-
melada? preguntó miss Sturch al doctor Chen-
nery, sin sospechar en lo mas minimo que
interrumpia una relacion que encerraba en sí
algun interés.
No teniendo gn su escaso cacúmen bastan-
te espacio para conservar, aguardando el mo-
mento favorable para darles salida, las ideas
que deseaba expresar, miss Sturch hacia to-
da clase de preguntas y observaciones en el
mismo momento que acudian á su imagina-
cion, sin preocuparse de si las conversaciones
4 través de las cuales las lanzaba ul acaso es-
taban en su principio, medio ó fin. Escuchaba
únicamente las palabras que hacian referencia
directa á ella, aunque su fisonomia expresara
en general la mas viva y benévola atencion,
—¡Oh! dadle tanto como quiera, contestó
el doctor con negligencia, Si esa niña quiere
comer con exceso, me importa poco qué le
haga daño la mermelada ó lo que sea.
—¡Ah! bondadoso y bravo camarada, ex-
clamó M. Phippen... mirad el miserable esta-
do á que me veo reducido, y nO observeis
esa deplorable indiferencia dejando 4 Amelia
que fatigue mas de lo regular ese infantil es-
tómago. ¡Qué desagradable porvenir se pre-
para la juventud que come mas de lo necesa-
rio! Lo que el vulgo designa con el grosero
epiteto de cofre (el interés que me inspira su
encantadora educanda hará excusables para
miss Sturch estas particularidades fisiológi -
cas), es en realidad un aparato. Si, miss
Sturch, bajo el punio de vista de la digestion,
las mas jóvenes, las mas lindas no son mas
que eso; un aparato, Dad aceite al rodaje si
os place, pero infeliz de vos si no funciona
con regularidad. Poudings harinosos y chule-
tas de carnero; chuletas de carnero y po%-
dings harinosos , hé ahí, si yo ejerciese sobre
ellos alguna autoridad, lo que ordenaria á
todos los padres. que hay de un extremo á
otro de Inglaterra. Mirad , querida niña, y
escuchadme bien. Nada mas grave y triste,
hija mia, que esas balancitas que os hacen
sonreir. Mirad : en uno de los platillos pongo
pan duro... bien duro, Amelia, pan del dia
anterior, y en el otro algunas Onzas de un ali-
mento cualquiera, «Señor Phippen, me dice
la experiencia, pesad vuestro alimento, CO-
med cada dia, sin discrepar un cabello, la
misma cantidad, y pobre de vos si llegais á
excederos de esta regla cotidiana, aunque no
comais mas que pan duro.» Amelia, creeis
que me chanceo, pero este es el lenguaje
de los médicos, de los facultativos que han
registrado en todos sentidos mi máquina de
treinta años 4 esta parte haciendo experimen-
tos uno despues de otro en los Órganos diges-
tivos con sus pildoritas, sin poder descubriP
jamás dónde existe la obstruccion que dificul -
ta las funciones. Si pensais uN poco, Amelia,
si os acordais un poco del obstruido aparato
de M. Phippen, llegareis muy pronto á rehu-
sar todo lo que se os ofrezca mas apetecible...
Yo invado vuestros dominios, miss Sturch,
y os suplico que ni por un momento 08 for-
maliceis; pero el interés que me tomo por
esta niña, y la triste experiencia que he
adquirido de esos tormentos con cabeza de
hidra... Chennery, querido amigo, ¿de qué
hablábamos pues?... ¡Ah! de la desposa-
da, de la interesante desposada. Con que es
un Treverton de Cornousilles? Yo conocí un
poco á Andrés, bará ya de esto bastantes
años... Un misántropo, Un original... Solte-
ron como yo, miss Sturch... Dispéptico como
yo, Amelita... Supongo que el capitan no se
le parece en nada... Con que, ya tenemos Ca-
sada á esa jovencita? Una encantadora jóven,
no lo dudo... Jóven encantadora, ¿nO €8
¿cierto?
—Yo no conozco otra mejor en el mundo,
mas leal y mas linda, contestó el sacerdote.
—Viva y enérgica, dijo miss Sturch.
—¡Cuánto voy á sentir su falta! añadió
miss Luisa. Nadie ha sabido distraerme Como
Rosmunda durante el último constipado que
me retuvo en cama tanto tiempo.
— Y ¡qué buenas meriendas nos daba ! ob-
servó miss Amelia.
—Yo no he visto otra que supiera jugar co-
mo ella con los niños... Cogia la pelota al
yuelo con una sola mano y 5 deslizaba tan
bien 4 horcajadas por la baranda de la escale-
ra, señor Phippen.
Así se expresaba Master Robert.
—¡Bondad divina! replicó Phippen, hé ahi
una mujer extraordinaria para Un hombre que
no ve... porque acabais de decir que es ciego;
¡no es asi, doctor! ¿lo habeis dicho?!... ¿CÓ-
“mo se apellida ahora?... No os incomodareis,
miss Sturch, por mi falta de memoria, Cuan-
do las digestiones dificiles han destruido un
pobre cuerpo, la parte moral es indispensable
que acabe por resentirse... M. Frank.. Frank
y algo mas, cierto... ¿Es ciego de nacimien-
tot... ¡ Triste, deplorable estado!
—No, no... Frankland, Leonardo Fran-
kland, se apresuró á decir el sacerdote inter-
rumpiéndole... No, no es ciego de nacimien-
to, nada de eso. Hace poco menos de un año
que vela como nosotros.
—Entonces, es una enfermedad , dijo Phip-
pen... ¿Me permitis que ocupe el sillon gran-
de!... Es una gran necesidad para mi po-
der guardar una posicion casi horizontal, du-
rante la. hora que sigue al almuerzo... ¿De
manera que ha perdido la vista á consecuen-
,