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de su marido puso el ramillete en un ojal de
la levita, Ss
— Hé aquí con lo que puedes tener el as-
pecto risueño y feliz que tanto me agrada ver
- siempre en tí, le dijo sentándose á sus piés,
en su actitud favorita,
Y mientras estaba allí con los dos brazós
apoyados encima de las rodillas de su marido,
le contemplaba melancólicamente. S
— ¿En qué piensas, Rosmunda ! le pregun-
tó él despues de un intervalo de silencio.
—Me preguntaba sencillamente, Lenny, si
hay en el mundo otra mujer que pueda amar-
te como te amo yo, Casi temo que... sí, eso
me causa miedo.....que puedan existir otras
como yo, á quienes parezca una suerte digna
de envidia viyir y morir por tí. En tu fisono-
mía, en tu voz, y en todas tus maneras hay
algo que, aparte del poderoso interés que ins-
pira tu triste posicion, te ganaria segun mi
parecer el corazon de muchas mujeres, Si
acaso llegara á morir... E
—Si llegaras á morir! Al repetir estas da-
labras se estremeció, é inclinándose hácia ade-
lante, puso una mano en la abrasada frente
de su jóven esposa. Esta mañana tus pensa-
mientos y tus palabras son bien extraños...
¡¿Sufres acaso?
Rosmunda se levantó apoyada siempre en
las rodillas de su marido, y mientras le mi-
raba desde mas cerca, un rayo de alegría ilu-
minó su rostro y erraba por sus labios una
sombra de sonrisa... « Yo quisiera saber bien,
decia, si te inquietarias siempre tanto por mi
personita... y si me amarias siempre lo mis-
mo que ahora...» reteniendo la mano que re-
tiró de su frente, besándola al mismo tiempo.
Leonardo se habia dejado caer de nuevo en
su sillon, y chanceándose siempre, la aconse-
jÓ que no se anticipara demasiado á presagiar
lo venidero. Esta palabra dicha al azar y sin
ninguna intencion , hirió 4 Rosmunda en me-
dio del corazon... «Hay momentos, Lenny, le
dijo, en que la felicidad presente depende de
la confianza que se puede tener en el porve -
nir...» Mientras hablaba, tenia fija la mirada
en la carta que su marido habia depositado a
su lado, encima de la mesa, y despues de
luchar un rato consigo misma, la tomó para
leérsela. En cuanto iba á pronunciar la pri-
mera palabra, le faltó la voz. Una palidez
mortal se esparció de nuevo por su rostro:
arrojó otra vez la carta al sitio de donde la
habia tomado, y al levantarse encaminó sus
pasos al otro extremo del aposento. ,
—El porvenir? preguntó Leonardo. ¡De
qué porvenir quieres hablar, Rosmunda?
—Tal vez de nuestro porvenir en Porth-
genna, dijo, humedeciendo con algunas go-
tas de agua sus desecados labios... ¿Perma-
EL SECRETO.
heceremos aquí tanto tiempo como habiamos
pensado?... ¡seremos aquí tan felices como lo
hemos sido en todas partes!... Durante el
viaje me decias, que en esta residencia me
fastidiaria... y que me veria obligada á echar
mano de mil expedientes extraordinarios para
procurarme aquí algunas distracciones... Se-
gun tu parecer, lo primero debia dedicarme
al cuidado del jardin... y mas tarde, escribir
una novela... una novela! Se acercó de nue-
vo á su marido, y no quitó la vista de él
mientras continuaba bablándole... Y bien,
¿por qué no?... ahora, las mujeres son las
que se dedican sobre todo á ese género de li-
teratura... ¡Qué me impide á mí que intente
otro tanto? Supongo que la primera dificul-
tad es encontrar un argumento... pues yo he
dado ya con uno... Dió algunos pasos hácia
adelante. llegó hasta la mesa sobre la que se
encontraba la carta, y con la mano puesta
sobre aquel papel, no perdió de vista el ros-
tro de su marido:
—i¡Y cuál es tu argumento, Rosmunda ?
preguntó.
—Helo aquí, contestó. Yo quiero que todo
el interés de la novela esté reconcentrado en
dos jóvenes, recien casados. Se amarán uno
á otro, y con tanta ternura, como nosotros
nOs queremos, y poco mas ó menos ocuparán
nuestra posicion social, Despues de algun
tiempo de union la mas feliz, y cuando el
nacimiento de un niño habrá venido á estre-
char todavia mas los fuertes lazos de su mu-
tuo afecto, un descubrimiento terrible esta-
llará sobre sus cabezas como un rayo. El ma-
rido habia elegido para su mujer á una jóven
que llevaba un apellido tan antiguo como...
—¡Como el tuyo, por ejemplo? añadió
Leonardo. :
—Como el de la familia Treverton, conti-
nuó ella, despues de una pausa durante la
cual su agitada mano paseaba en todos sen-
tidos por encima de la mesa la misteriosa car-
ta. ll marido será bien nacido... de un rango
igual al tuyo, Lenny... y el terrible descu-
brimiento será este: la mujer no tiene ningun
derecho á llevar el nombre que ostentaba
cuando se casó,
—Y bien, amor mio, yo no puedo aprobar
tu argumento. Tu historia tenderá un lazo al
lector, interesándole sin razon en favor de
“una mujer que, despues de todo, sacamos en
consecuencia que no es mas que una engaña-
dora...
—¡Oh! no, dijo vivamente Rosmunda in-
terrumpiéndole... Esa mujer es leal... Esa
mujer no ha cometido nunca la bajeza de men-
tir, Esa mujer, por otra parte llena de defec-
tos y léjos de toda perfeccion, á lo menos tie-
ne en su layor que siempre ha dicho la ver--