Full text: 2.a série, tomo 7 (1866) (1866,7)

   
geo de su fortuna ; y deseando rodear su per- 
sona de una pandilla dócil y dispuesta á se- 
cundar sus miras, echó mano de los compa- 
fieros de su depravada juventud, prontos Á 
ejecutar sus Órdenes y aun á entregarse á los 
mayores excesos. Entre las personas que for- 
maban la comitiva que estamos describiendo, 
hacíanse notar fácilmente los favoritos y los 
que no gozaban de la proteccion del príncipe. 
Los primeros rodeaban á Luchino, y de vez 
en cuando tomaban parte en su conversacion. 
Distinguíanse tambien en el orgullo con que 
desplegaban el brillo de su bajeza, en la 
afectada escrupulosidad con que cuidaban de 
no reunirse sino entre ellos, y en la graciosa 
ostentacion con que hacian caracolear á sus 
fogo3os corceles. Los otros se mantenian en 
última línea taciturnos 6 pronunciando apenas 
algunas palabras en voz tímida y apagada. 
El pueblo suponia naturalmente en los fayo- 
ritos del principe todo el buen sentido , valor 
y prudencia de que 4 su entender estaban 
desprovistos los caidos: por consiguiente , sa- 
ludaba á los primeros y trataba á-los otros 
como herejes y excomulgados. Contenida por 
el hosco semblante del aleman Sfolcada Me- 
lich, capitan de los guardias de honor de Lu- 
chino, la muchedumbre, mirando al través 
del barbudo hocico del soldado, gritaba sin 
cesar: 
—¡Viva Visconti! ¡ viva la víbora! (1) 
En medio de la brillante comitiva galopa- 
ba, sin hacer distincion de grandes ni plebe- 
yos, un bufon perteneciente á esa raza que 
pululaba entonces en las córtes y sobre todo 
en la de Milan, que destinaba treinta mil flo- 
rines anuales para mantenerlos: ¡ excelente 
empleo del tesoro público! Aquellos hombres 
hacian el papel que representan de vez en 
cuando los poetas y constantemente los adu- 
ladores: lisonjear al príncipe, hacer reir á ex- 
pensas suyas y ocultar bajo el chiste de una 
palabra todo el horror de un crimen. Sin em- 
bargo, como nada hay en este mundo por 
malo que sea donde no se encuentre algo bue- 
no, esos hombres aventuraban Á veces entre 
sus equívocos algunas verdades atrevidas, que 
á no ser por ellos no hubieran llegado jamás 
al oido de los grandes, 
Grillincervello, que asi se llamaba el bu- 
fon de Luchino, cubria su cabeza rapada con 
un gorro blanco de figura cónica sobre el 
cual descollaba una cimera de escarlata imi.- 
tando una cresta de gallo: sus calzas y su 
jUbon de lienzo, anchos y mal pergeñados, 
  
(1) Sabido es que 'as arms de los Visconti 
representaban una y bora en el acto de tra- 
garse á un nio. 
276 MARGARITA PUSTERLA. 
estaban cubiertos de botones y anillos sono- 
ros, Y llevaba en la mano un baston á cuyo 
extremo figuraba una cabeza de loco con dos 
orejas de asno. Servíanle de espuelas nabos 
(fabricados segun él en Pavía) con los cuales 
excitaba el ardor de un fogoso caballo de Bar- 
lassina (que así llamaba á su asno), todo 
cubierto de lazos y campanillas. Dilataba los 
extremos de su boca una risa compuesta de 
idiotismo y de malicia, y dirigiendo 4 todo el 
mundo con descaro sus ojos bizcos y mal ras- 
gados , saltaba de una parte á otra, ya dando 
caza á los cerdos y gallinas que corrian libre- 
mente por las calles, ya interceptando el pa- 
so á los transeuntes y dirigiendo á este un 
donaire, al otro una injuria. Murmurando al 
oido de Melich algunas frases en mala jerga 
tudesca, tiraba al mismo tiempo de su impo- 
nente mostacho; y mientras que el guardia, 
sin comprometer su gravedad, se disponia á 
corregirle con el plano de la espada, el ma- 
ligno bufon escapabawcon ligereza. Matteo 
Salvático (autor del Opus pandectarum me- 
dicinee, el mejor trabajo sobre la virtud de los 
simples) cabalgaba con todo el aparato de los 
médicos de entonces, vestido con su túnica de 
púrpura, las manos sobrecargadas de sortijas 
preciosas y calzando espuelas de oro, El loco, 
haciendo al caballo de Matteo un gesto intra- 
ducible, le decia al pasar: — Tómale el pul- 
so, —y dirigiéndose hácia el astrólogo Alandon 
del Nero, otro mueble indispensable de. una 
córte en aquella época, el cual iba absorbido 
en sus profundos cálculos, le daba un pesco- 
zon, diciéndole al mismo tiempo: — Esto no 
te lo han revelado las estrellas. 
Luchino lo escuchaba y sonreia. Acababa 
de dejar á sus espaldas el palacio que habia 
levantado enfrente de San Jorge para su do- 
micilio particular, y atravesaba lentamente 
el gentío que cerca de San Ambrosio in Sola- 
riolo afluia al mercado 6, 'como entonces se 
decia, á la Balla del aceite, cuando su vista 
se fijó en el terraplen saliente de una torre 
situada en el ángalo de la calle que conduce 
á San Alejandro, donde habia una jóven aso- 
mada. Era esta Margarita Pusterla, de la 
raza de los Visconti y prima del príncipe. 
No era ciertamente un capricho de curiosi- 
dad mujeril el que la impelia á asomarse al 
terraplen, sino el deseo de ver á su marido 
Francisco Pusterla, uno de los vencedores de 
la justa, como ya hemos dicho, el cual se 
mantenia en última fila entre los desconten- 
tos. La noble.dama, tan bella como debe ser- 
lo la heroina de una novela, dirigia sobre el 
parapeto del terraplen los pasos de un niño 
de cinco años, y con su blanca mano le in- 
dicaba á lo léjos un caballero ricamente ves- 
tido y bien montado. A su vista saltaba el 
  
  
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