Full text: 2.a série, tomo 7 (1866) (1866,7)

   
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se los vestidos mojados que le quedaron des- 
pues de haber contribuido á apagar un incen- 
dio que hacia un año habia deyorado una fá- 
brica de coches, Ocupábase en el comercio de 
encajes de oro y de plata, y de pasamanerías 
plateadas y doradas para charreteras y cor- 
reas. Tenia una numerosa clientela entre los 
establecimientos del West-End, y daba traba- 
jo á una veintena de obreros de ambos sexos. 
El señor Irwin habitaba una casita aparte, 
edificada al extremo del jardin, compuesta de 
un primer piso con taller en los bajos, 
Su mujer era una criatura interesante , de 
veinte y tres á veinte y cuatro años. A pesar 
de ser hija de un pastor, conocíase fácilmente 
que habia sido educada con los mas dulces y 
asiduos cuidados, y que su inteligencia habia 
sido cultivada. 
Hemos dicho que el resto de la familia se 
componia de un muchacho de cuatro á cinco 
años ; el muchachito era encantador bajo to- 
dos conceptos : era uno de esos lindos niños 
de ojos azules, claros y límpidos como el azur 
de los cielos, de largos cabellos de oro brillan- 
do en torno de su rostro, de mejillas frescas, 
rosadas y aterciopeladas como un rayo de sol 
naciente y tenia esa vivacidad impetuosa que 
indica una salud robusta, Es inútil decir que 
con estas condiciones era adorado de sus pa- 
dres. 
La mujer que se llamaba Ellen, pasaba por 
una obrera de las mas hábiles en ciertos de- 
talles del oficio de su marido, y sus esfuerzos 
para aligerar el trabajo de este , cuyas fuer- 
zas disminuizn cada dia, eran infatigables, sin 
tregua, y visiblemente superiores á su consti- 
tucion física. : 
Jamás he visto ternura mas dulce, mas 
tranquila, mas reflexiva, mas religiosa que la 
que esa mujer tenia por su marido enfermo, 
y cuya enfermedad agriaba su carácter, Es 
preciso confesar que los movimientos de im- 
paciencia que manifestaba eran mas bien pro- 
ducidos por la irritacion que hace nacer una 
dolencia contínua en los caracteres mas dóciles, 
que por disposicion natural, Aparte de estos 
movimientos, Irwin tenia por su mujer una 
ternura tanto mas profunda, cuanto empeza- 
ba á comprender que el tiempo que le queda- 
ba para pasará su lado en la tierra trascurria 
con espantosa velocidad. 
Respecto á ella, llena de paciencia durante 
los ratos de ese mal humor, á cualesquiera le 
hubiera sido imposible no conocer la 'dulce 
hondad, la risueña compasion que hacia bri- 
llar su semblante. Ellen se embellecia de una 
hermosura sobrehumana, y, para servirme de 
una expresion de mi mujer, se angelizaba. 
Habia para mí en aquella mujer algo ex- 
traordinario, y es que sin poder recordar en 
MEMORIAS 
dónde, estaba cierto sin embargo de haberla 
visto; lo que mas llamaba mi atencion era su 
mirada triste y melancólica. Esta mirada se 
habia fijado ciertamente en mi. ¡En dónde? 
lo ignoraba. Evame imposible recordar nada 
positivo respecto á esto, y sin embargo estaba 
cierto de haberla visto como en un sueño, co- 
mo en otra yida, 
En fin, una tarde que yo entraba en mi ca- 
sa, se me dijo que el señor Irwin habia em- 
peorado , y que su esposa acababa de enviar 
á buscar la mia, Creyendo que podia ser útil 
en semejante circunstancia, apresuréme á atra- 
vesar el jardin y subí al aposento del enfer- 
mo. La casualidad hizo que en el momento de 
entrar yo, se encontrara la señora Irwin ilu- 
minada de cierta manera, tan bien que, pa- 
rándome de repente antes de entrar en el apo- 
sento : 
— ¡Oh ! exclamé, ahora recuerdo en dón- 
de la he visto ; cierto, es el original del retra- 
to que hay en la estancia del señor Rensgrawe. 
Una risa baja y gutural que resonó cerca de 
mi oido, hizo que me volviese vivamente ; en 
el umbral de la puerta estaba de pié el señor 
Rensgrawe, pareciendo mas bien una estatua 
de mármol que un ser viviente; lo único que 
parecia animado en él, era el brillo de su mi- 
rada, que se habia vuelto feroz ; la expresion 
de sus ojos habia cambiado completamente, y 
parecia que iba á entrar en ese paroxismo de 
furor que distingue á ciertos locos, 
— ¡Oh! ¡oh! dijo entrando; tambien vos lo 
habeis observado! Es el original del retrato 
que hay en el aposento del señor Rensgrawe; 
hasta hoy no lo habeis notado vos, pero yo 
hace mucho tiempo que la reconocí. Si, es yer- 
dad. 
En este momento, sea que la presencia del 
señor Rensgraws la hubiese asustado, sea que 
una crisis inmediata le hiciese temer por la 
vida de su marido, Ellen lanzó un grito; yo 
cogí á Rensgrawe por el brazo, y le arrastré 
fuera del aposento, Hatia en la expresion de 
su semblante algo de desesperado que un mo- 
ribundo no debia ver. Hiícele atravesar el jar- 
din, obliguéle á subir al saloncito, y alli: 
—i Qué deciais pues? le pregunté; ¡cuál 
es esa verdad que sabeis hace tanto tiempo? 
Iba 4 contestarme, cuando un segundo gri- 
to profundo, y lastimero atravesó el espacio, 
saliendo de la estancia del enfermo, y llegó 
hasta nosotros, Los ojos del señor Rensgrawe 
abiertos ya desmesuradamente se dilataron de 
un modo espantoso lanzando rayos, y estalló 
en sus labios una risa triunfante, entrecorta- 
da, fantástica, 
— ¡Ah! ¡ah! exclamó, conozco ese grito! 
es el de la muerte. Bienvenida seas, Ó muer- 
te! muerte tres veces bendecida, y que tan 
  
  
 
	        
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