290 MARGARITA
sin poder pronunciar una palabra. Margarita
seguia trabajando y se esforzaba por conser-
var su serenidad; pero quien la hubiera ob-
servado bien, conociera por el desórden de su
trabajo la agitacion de su alma: sin embargo
no pudo ocultar 4 Buonvicino algunas lágri-
mas que Á su pesar brotaron de sus ojos. —
¿Cuál seria el mérito de la virtud si su yicto-
ria no fuese comprada con lágrimas y peli-
grosos combates? Pasados algunos momentos
de silencio, Buonvicino se levantó, y esfor-
zándose por dar firmeza á su voz:
—Margarita, exclamó, la leccion que me
habeis dado no será inútil. Mientras conserve
un soplo de vida no cesará mi reconocimiento
hácia vos.
Margarita le dirigió una mirada de com-
' pasion inefable, una de esas miradas que
deben tener los ángeles cuando el hombre
confiado á su tutela comete un crimen que
esperan lavará bien pronto en el crisol de su
arrepentimiento, Apenas Margarita vió salir 4
Buonvicino, apenas oyó la puerta cerrarse
tras él, dió libre curso 4 su desesperacion has-
ta entonces tan penosamente comprimida. Se
levantó, corrió 4 la cuna donde dormia su
Venturino, le cubrió de besos, y el hermoso
rostro del niño quedó inundado por un tor-
rente de lágrimas , último tributo pagado á los
recuerdos de sujuventud y 4 ese primeramor
que no la cautivó sino por su inocencia. Y ¡á
qué asilo mas seguro puede una madre recur-
rir en los peligros del corazon que á la ce-
leste pureza de sus hijos? Venturino abrió los
ojos, esos ojos de niño en los cuales parece
que refleja el cielo toda la calma de su lmpi-
do azul, los fijó en el rostro de su madre, re-
conocióla y echándole al cuello sus tiernos
bracitos: — Madre mia, exclamó, oh madre
mia!
Cuán dulce resonaba en este momento aqué-
lla palabra santa en el oido de Margarita : ella
sola bastó á calmarla y volverle la tranquili-
dad de un corazon que despues de la tempes-
tad se regocija de haber escapado ileso.
Buonvicino salió fuera de sí y erró largo
tiempo á la casualidad por las calles de Milan.
Yo:no sé si hemos observado ya que aquel
dia era jueves santo, dia de devocion univer-
sal, en que, como se practica todavía en
nuestros tiempos, todo el mundo corria 4
prosternarse ante el sepulcro del Señor y 4
adorar el Santo Sacramento allí encerrado en
conmemoracion de esa gloriosa tumba donde
fueron depositados los despojos del Hombre
Dios y donde se consumó la regeneracion del
hombre. Discurrian por las calles multitud de
hombres, de mujeres y de niños, de mendi-
gos y caballeros en trajes ricos pero modes-
tos, sin plumas ni armas: los unos iban solos,
PUSTERLA.
los otros formados en cuadrillas y en filas re-
gulares Ó agrupados en desórden tras una
cruz, cuyo divino peso habian reemplazado
por un sudario á guisa de banderola, Estos
caminaban descalzos, aquellos cubiertós con
una túnica rústica ; algunos recitaban el ro-
sario en alta voz y les respondia un discor-
dante concierto de voces plañideras; otros
entonaban el Stabat Mater y: los salmos del
rey penitente, 6 murmuraban el Miserere con
voz llena de compuncion, hiriéndose al mis-
mo tiempo las espaldas con látigos de cuerda.
Un hombre cubierto hasta la cabeza con una
tela grosera y llena de ceniza, marchaba en-
tre dos amigos ó cofrades que de vez en cuan-
do le daban terribles pinchazos en la espalda.
Velanse tambien numerosas cofradías de hom-
bres y de mujeres enmascarados; comitivas
de monjes y de hermandades que con los piés
desnudos, las manos cruzadas y los ojos fijos
en tierra, decian su rosario, cantaban y ge-
mian,
De esta suerte iban recorriendo las siete
principales iglesias que se hallaban entonces
fuera de las murallas. Al llegar á cada una
de ell as y en medio de las adoraciones que
tributaban á la memoria del misterio mas su-
blime de expiacion y de amor, redoblaban
sus súplicas, sus cánticos, sus gemidos y fla-
gelaciones. En las parroquias asistian 4 esta
piadosa visita los ciudadanos ó las corporacio-
nes religiosas formadas en largas procesiones,
en todas las cuales se: veia un hombre repre-
sentando á Cristo que llevaba una pesada
cruz al hombro y marchaba rodeado de mu-
jeres que figuraban la Magdalena y la Virgen
María y de santos de todas edades y naciones,
Otros vestidós de judíos representaban á Pi-
latos, Herodes y el Cireneo. Cada uno repre-
sentaba su personaje, profiriendo extrañas pa-
labras interrumpidas por los gritos y los lloros
de los espectadores. Servian de acompaña-
miento á esta melodia multitud de matracas
y de bastones golpeando contra las puertas,
instrumentos de que una turba de muchachos
se servia para manifestar su turbulenta devo-
cion.
Un saltimbanquis ciego encaramado en su
retablo cantaba con yoz monótona y llorona
una composicion grosera que hoy dia excita-
ria la risa y el desden y que entonces arran-
caba á los oyentes lágrimas de piadosa com-
pasion. La atenta muchedumbre llenaba de
monedas la alcancía del pobre ciego, y algu-
nos de aquellos hombres de hierro criados pa-
ra la guerra y fortalecidos en los trabajos,
que no habian compadecido jamás los sufri-
mientos reales y presentes de sus semejantes,,
lloraban como niños al oir recitar el holo-
causto voluntario de la divina víctima, Uno