|
Durante este tiempo, valiendome de los
medios que estaban á mi disposicion como
agente superior de seguridad, dispuse que
dos ó tres hombres siguiesen las huellas de
Rensgrawe y le vigilasen.
El excesivo dolor del primer momento que
sintió la pobre señora Irwin se habia calma -
do. La primera cuestion que se habia presen-
tado despues de la muerte de su marido fué
la de atender á su subsistencia y á la de su
hijo, Se confió la direccion de su pequeño co-
mercio al jefe del taller, esperando que:, lle-
e , . . .
vados por él, los negocios podrian continuar
sin peligro.
En cuanto al estado del señor Rensgrawe
«durante los tres meses que habian seguido al
“acontecimiento que acabamos de relatar, si
bien manifestaba algunas veces una irritacion
nerviosa de las mas violentas, no habia sin
embargo salido de los límites de la razon mas
tranquila; y aun mas: cada vez que habia en-
contrado á la jóven viuda, habiase mostrado
dulce y respetuoso con ella, de modo que em-
pezaba yo á creer que la ilusion de la seme-
janza que habia causado todo su mal no se
reproduciria ya,
Me engañaba,
Un domingo por la noche que estábamos
reunidos en mi casa, sentados en torno de
una mesa para tomar una taza de té, la seño-
ra Irwin, pálida y trémula de miedo, se pre-
cipitó en el aposento , con su hijo en brazos,
y vino á caer con él sobre un sillon , presa de
una agitacion tan violenta, que, durante al-
gunos instantes, no pudo ni siquiera contes-
tar á nuestras preguntas; pero yo no necesi-
taba que contestase á ellas por sospechar lo
que acababa de suceder.
En fin, cuando la señora Irwin pudo ha-
blar, me contó que, de dos á tres dias acá,
Rensgrawe la asustaba con su conducta ex-
traña, La esperaba en el tránsito y le dirigia
palabras que no podia comprender; tan pron-
to la llamaba señora Irwin como Laura Har-
greawes. Afirmaba que ella era la mismg que
habia conocido en otro tiempo en el condado
de Yorkshire y con quien se habia de casar
antes de verificarlo con el hombre que aca-
baba de morir.
ciale además muchas otras cosas singu-
lares; como, por ejemplo, que porque su
hijo con su semejanza con su padre le traia 4
la memoria un recuerdo querido , se empeña-
ba en decir que no habia conocido al señor
Rensgrawe antes que á Jorge Irwin; que
ciertamente si el niño muriese Ó fuese sepa-
rado de ella, su memoria recordaria lo que
no debia haber olvidado nunca.
—En fin, el señor Rensgrawe acaba de
pedirme que me case con él, lo que no haria
DE UN AGENTE DE POLICÍA. 23
por todos los tesoros de las Grandes Indias-
En vista pues de mi negativa, ha marchado
furioso en busca de un papel que probará,
dice, que yo soy esa Layra de quien habla,
¡Qué pensais de todo eso, señor Waters?
preguntó la jóven; ¡no veis algo de amena-
zador para mi hijo y para mí en las palabras
de ese hombre? á
Yo no veia otra cosa mas que un nuevo
ataque de locura. Pero esta locura, como lo
preveia la señora Irwin, podia ser peligrosa.
Lo que habia de mas claro en todo eso, era
que Rensgrawe, todavía en la edad de las
pasiones (tenia treinta y cinco Ó treinta y seis
años), se habia enamorado locamente de la
linda y triste viuda, y que, en su nueva lo-
cura, que habia despertado la locura antigua,
la confundia con aquella Laura que, en su
juventud, le habia inspirado las mismas emo-
ciones. ;
En toda otra circunstancia y con un hom-
bre como Rensgrawe, no hubiéramos hecho
mas que reirnos de semejante locura, Pero,
como lo habia notado la señora Irwin, habia
en la mirada de ese hombre una expresion dé
amenaza con la cual se conocia que no se po-
dian gastar chanzas, Cedímos á sus ruegos,
pues la jóven venia á buscarnos, y la acom-
pañamos á su casa para esperar en ella á
Rensgrawe, que la' habia amenazado con
volver.
En efecto, hacia apenas diez minutos que
estábamos allí cuando su precipitado paso se
dejó oir en la escalera. No debia encontrarnos
con la jóven viuda, y sin embargo, no podía-
mos alejarnos mucho de ella para el caso de
una necesidad; de manera que mi mujer y yo
entramos corriendo eh un gabinetito con
puerta vidriera, desde el cual podíamos oir y
ver cuanto iba á pasar.
Rensgrawe entró pálido y trémulo; queria
hablar y su lengua balbuceaba; llevaba un
papel en la mano y este papel temblaba como
la mano que le sostenia.
Acercóse á la señora Irwin y le puso el pa-
pel delante de los ojos. y
—Supongo, dijo, que no os atrevereis á
decir que no recordais esta cancion, ni que
esas palabras escritas al márgen no están es-
critas por vuestra mano, y si os atreveis, aquí
estoy para sosteneros lo contrario,
—Señor Rensgrawe, respondió la jóven
con el valor que le inspiraba nuestra presen-
cia, señor Rensgrawe, os juro que no conoz-
co esta cancion; lo que me decis es verdade-
ramente demasiado absurdo. Trece años atrás,
apenas tenia yo nueve años, y ya veis que
entonces no era mas que una niña, :
—¡ Ah! persistis pues en vuestra negativa,
corazon cruel! despues de todo lo que he su-