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se halla consumido por la fiebre. ¡ Curioso
cuadro ! ¡ tragedia donde la naturaleza huma-
na se ve en toda su desnudez como en las
épocas de las grandes pasiones! Yo, el hom-
bre sano y vigoroso, tengo mi palco en ese
extraño espectáculo, y estoy tanto mas á gusto
cuanto que yo tambien desempeño mi papel.
A las siete he montado á caballo para volver
á la Torre: ¡qué placer causa llegar 4 ca-
sa al galope de un ligero corcel ! Se tiene an-
te la vista el objeto que se desea alcanzar;
el aire se agita marcando la velocidad de la
carrera ; se obra , no se piensa, y devorando
el espacio se dejan detrás el tiempo y los su-
cesos, tornándose en placer el peligro de que
se acaba de escapar. ¡ Y qué felicidad es yol-
verla-á ver, á ella, á quien amo como nadie
ha amado en el mundo ; encontrar despues de
tanta miseria, tanta fealdad y tanto fango , su
flotante vestido de purisima blancura, con las
abiertas mangas que permiten ver sus encan-
tadores brazos, adornados de brazaletes de
oro; las finas y delicadas trenzas de su cabe-
llo; ver sus diminutos piés calzados con za-
pato de seda; y contemplar en fin su fresca
palidez y aquel perfume de hermosura que
esparce á su alrededor !
Hoy me ha abrazado veinte veces para
estar segura de que si soy presa del cólera le
atacará á ella tambien, Si le tuviese me agra-
daria comunicárselo para que muriésemos
juntos. Pero yo estoy bueno; gozo de la yi-
da... gozamos ambos. Despues de comer he-
mos ido á la biblioteca, donde hemos pasado
dulcísimos momentos. Escribo mi diario oyen-
do su voz divina; cuando esté cansada toma-
remos el libro que hemos empezado, leere-
mos media hora y nos iremos á dormir.
Décimotercero dia. — He recorrido un
circuito de veinte millas antes de llegar á
Wallcester ; el cólera se extiende por el cam-
po y multiplica sus estragos. High, el farma-
céutico de Ouston , á quien he encontrado en
el camino, tenia el semblante descompuesto y
me dijo: «Esto se va haciendo grave ; acaban
de morir dos médicos. —¡ Y entre los inspecto-
res del comité ? pregunté yo.— Ni uno ,” con-
testó alejándose de mal humor.
Los hombres parecian preocuparse menos
de la muerte misma que del trabajo de morir.
El viejo Aymos que tiene noventa años e
que segun dijo temia que Dios le hubiese ol-
vidado , abandonó su quinta y se hizo trasla-
dar 4 Wisley en la carreta de un vecino , al
saber que el cólera se habia declarado á una
milla de distancia, Al pasar por Wisley entré
á verle, y me dijo :
—Me han contado, señor, que William no
vivió más que tres horas desde que fué ata-
4
PABLO FERROL” ' ;
cado por la enfermedad. Es verdaderamente
espantoso.
—Pero vos, mi buen Aymos, le dije yo,
no podeis morir repentinamente; es imposi-
ble. ¡Cuántos años hace que vais de mal en
peor 1 z
—-Teneis razon , mi buen señor; pero giem-
pre es una pena vivir así y morirse luego
cuando menos se piensa. Sin contar que des-
pues no quieren enterrarle á uno.
Lo que vi al salir de allí hubiera podido
motivar sus temores : un jóven cuyo nombre
me es desconocido estaba sentado en King's
Street en los escalones de una puerta ; pare -
cia un espectro, y rogué á un hombre que
pasaba que permaneciese á su lado mientras
yo iba al hospital 4 buscar una camilla, Le
acostamos en ella , y no pareció sentir nada ;
hubiérase dicho que era un sér inanimado, Le
mandé llevar á una ambulancia, y allí, como
si no quisieran dejarle morir en paz, comen-
zaron á atormentarle , aplicándole una porcion
de paños de flanela y medicamentos con los
cuales solo se consiguió hacerle sentir los do-
lores de su agonía. Llamaba continuamente 4
una cierta María cuyas caricias imaginarias
rechazaba despues, temeroso de contagiarla.
María no estaba alli; para todos los que le
rodeaban , aquel jóven era un extraño, un
colérico y nada mas. «Calmaos, le dije, Ma-
ría no se contagiará.» Su vidriosa mirada se
aclaró un instante, pero los dolores le em-.
bargaron de nuevo. No me era posible con-
tinuar allí mas tiempo, y le abandoné para
continuar mi visita; creo que no habrá muer-
to porque sufria mucho, y cuando se acerca
el fin de esos desgraciados están siempre muy
' tranquilos.
Corrí de casa en casa porque veinte per-
sonas hubieran bastado apenas para cumplir
la mision que se me habia confiado. Casi to-
dos los miembros del comité tienen miedo y
en su última sesion han convenido en que yo
haria mejor que nadie lo que habia que ha-
cer;
Esta chistosa excusa dada con el objeto de
asegurar sus personas y aligerar su concien-
cia, me ha divertido de tal modo, que pen-
sando en ella, en medio de mis correrías, me
he detefiido una vez para ocultarme y reir á
mi gusto. Precisamente en aquel momento
apareció en una ventana enfrente de mí el
pálido semblante de un hombre vestido de
negro, y posando sobre el alféizar su mano
blanca y descarnada, exclamó con acento lú-
gubre :
—¡ Quién se atreye á reir 1
Aunque algo confuso, contesté sin embar-
go con voz firme :
-—Es Pablo Ferrol,