Full text: 2.a série, tomo 7 (1866) (1866,7)

   
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se halla consumido por la fiebre. ¡ Curioso 
cuadro ! ¡ tragedia donde la naturaleza huma- 
na se ve en toda su desnudez como en las 
épocas de las grandes pasiones! Yo, el hom- 
bre sano y vigoroso, tengo mi palco en ese 
extraño espectáculo, y estoy tanto mas á gusto 
cuanto que yo tambien desempeño mi papel. 
A las siete he montado á caballo para volver 
á la Torre: ¡qué placer causa llegar 4 ca- 
sa al galope de un ligero corcel ! Se tiene an- 
te la vista el objeto que se desea alcanzar; 
el aire se agita marcando la velocidad de la 
carrera ; se obra , no se piensa, y devorando 
el espacio se dejan detrás el tiempo y los su- 
cesos, tornándose en placer el peligro de que 
se acaba de escapar. ¡ Y qué felicidad es yol- 
verla-á ver, á ella, á quien amo como nadie 
ha amado en el mundo ; encontrar despues de 
tanta miseria, tanta fealdad y tanto fango , su 
flotante vestido de purisima blancura, con las 
abiertas mangas que permiten ver sus encan- 
tadores brazos, adornados de brazaletes de 
oro; las finas y delicadas trenzas de su cabe- 
llo; ver sus diminutos piés calzados con za- 
pato de seda; y contemplar en fin su fresca 
palidez y aquel perfume de hermosura que 
esparce á su alrededor ! 
Hoy me ha abrazado veinte veces para 
estar segura de que si soy presa del cólera le 
atacará á ella tambien, Si le tuviese me agra- 
daria comunicárselo para que muriésemos 
juntos. Pero yo estoy bueno; gozo de la yi- 
da... gozamos ambos. Despues de comer he- 
mos ido á la biblioteca, donde hemos pasado 
dulcísimos momentos. Escribo mi diario oyen- 
do su voz divina; cuando esté cansada toma- 
remos el libro que hemos empezado, leere- 
mos media hora y nos iremos á dormir. 
Décimotercero dia. — He recorrido un 
circuito de veinte millas antes de llegar á 
Wallcester ; el cólera se extiende por el cam- 
po y multiplica sus estragos. High, el farma- 
céutico de Ouston , á quien he encontrado en 
el camino, tenia el semblante descompuesto y 
me dijo: «Esto se va haciendo grave ; acaban 
de morir dos médicos. —¡ Y entre los inspecto- 
res del comité ? pregunté yo.— Ni uno ,” con- 
testó alejándose de mal humor. 
Los hombres parecian preocuparse menos 
de la muerte misma que del trabajo de morir. 
El viejo Aymos que tiene noventa años e 
que segun dijo temia que Dios le hubiese ol- 
vidado , abandonó su quinta y se hizo trasla- 
dar 4 Wisley en la carreta de un vecino , al 
saber que el cólera se habia declarado á una 
milla de distancia, Al pasar por Wisley entré 
á verle, y me dijo : 
—Me han contado, señor, que William no 
vivió más que tres horas desde que fué ata- 
4 
PABLO FERROL” ' ; 
cado por la enfermedad. Es verdaderamente 
espantoso. 
—Pero vos, mi buen Aymos, le dije yo, 
no podeis morir repentinamente; es imposi- 
ble. ¡Cuántos años hace que vais de mal en 
peor 1 z 
—-Teneis razon , mi buen señor; pero giem- 
pre es una pena vivir así y morirse luego 
cuando menos se piensa. Sin contar que des- 
pues no quieren enterrarle á uno. 
Lo que vi al salir de allí hubiera podido 
motivar sus temores : un jóven cuyo nombre 
me es desconocido estaba sentado en King's 
Street en los escalones de una puerta ; pare - 
cia un espectro, y rogué á un hombre que 
pasaba que permaneciese á su lado mientras 
yo iba al hospital 4 buscar una camilla, Le 
acostamos en ella , y no pareció sentir nada ; 
hubiérase dicho que era un sér inanimado, Le 
mandé llevar á una ambulancia, y allí, como 
si no quisieran dejarle morir en paz, comen- 
zaron á atormentarle , aplicándole una porcion 
de paños de flanela y medicamentos con los 
cuales solo se consiguió hacerle sentir los do- 
lores de su agonía. Llamaba continuamente 4 
una cierta María cuyas caricias imaginarias 
rechazaba despues, temeroso de contagiarla. 
María no estaba alli; para todos los que le 
rodeaban , aquel jóven era un extraño, un 
colérico y nada mas. «Calmaos, le dije, Ma- 
ría no se contagiará.» Su vidriosa mirada se 
aclaró un instante, pero los dolores le em-. 
bargaron de nuevo. No me era posible con- 
tinuar allí mas tiempo, y le abandoné para 
continuar mi visita; creo que no habrá muer- 
to porque sufria mucho, y cuando se acerca 
el fin de esos desgraciados están siempre muy 
' tranquilos. 
Corrí de casa en casa porque veinte per- 
sonas hubieran bastado apenas para cumplir 
la mision que se me habia confiado. Casi to- 
dos los miembros del comité tienen miedo y 
en su última sesion han convenido en que yo 
haria mejor que nadie lo que habia que ha- 
cer; 
Esta chistosa excusa dada con el objeto de 
asegurar sus personas y aligerar su concien- 
cia, me ha divertido de tal modo, que pen- 
sando en ella, en medio de mis correrías, me 
he detefiido una vez para ocultarme y reir á 
mi gusto. Precisamente en aquel momento 
apareció en una ventana enfrente de mí el 
pálido semblante de un hombre vestido de 
negro, y posando sobre el alféizar su mano 
blanca y descarnada, exclamó con acento lú- 
gubre : 
—¡ Quién se atreye á reir 1 
Aunque algo confuso, contesté sin embar- 
go con voz firme : 
-—Es Pablo Ferrol, 
  
  
  
  
  
 
	        
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