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peligro. Cierto que no sé nada; pero precisa-
mente en mi debilidad está mi fuerza.
—Vuestra debilidad pica en insensatez,
exclamó el desconocido en tono de mal hu-
mor.
—¡Mejor que mejor, replicó el francés , si
mi insensatez me lleya hasta la luna!
Barbicane y sus colegas devoraban con los
ojos al intruso que con tanta audacia venia á
estorbar la empresa. Nadie le conocia , y algo
desasosegado el presidente sobre las resultas
de una discusion tan francamente entablada,
miraba á su nuevo amigo con cierta apren-
sion. La asamblea estaba atenta y un poco in-
quieta, pues aquel debate conducia á llamar
su atencion. sobre los riesgos Ó las imposibili-
dades de la expedicion aérea. :
—Caballero, repuso el adversario de Mi-
guel Ardan, son numerosas é indiscutibles las
razones que prueban la ausencia de toda atmós-
fera en torno de la luna, y aun diré d priori
que si alguna vez ha existido tal atmósfera,
ha debido ser absorbida por la de la tierra.
Pero prefiero combatiros con hechos irrecusa-
bles.
—Combatid , caballero , respondió Miguel
Ardan con perfecta galantería. Combatidme
con tantos como gusteis.
—Ya sabeis, dijo el incógnito, que cuando
los rayos luminosos atraviesan un medio como
el aire, se desvian de la línea recta, Ó en
otros términos , sufren refraccion. Pues bien,
cuando las estrellas son ocultadas por la luna,
al rasar sus rayos los bordes del disco lunar
nunca han padecido la menor desviacion ni
dado el mas leve indicio de refraccion. De
aquí la clara consecuencia de que ninguna at-
mósfera envuelve la luna.
Miraron todos al francés , pues una vez ad-
«mitida la observacion , las consecuencias eran
,Igurosas.
—En efecto , respondió Miguel Ardan , ese
es vuestro mejor argumento , por no decir el
único, y un sabio tal vez no acertara á res-
ponder; yo solamente os diré que ese argu-
mento no tiene un valor absoluto, porque su-
pone el diámetro angular de la*luna perfec-
tamente determinado, y no hay tal cosa. Pe-
ro sigamos adelante, y decidme, caballero de
mi alma, si admitís la existencia de volcanes
en la superficie de la luna.
—Volcanes apagados , sí; inflamados, no.
—Dejadme creer empero,. y sin traspasar
los límites de la lógica, que aquellos volca-
“mes estuvieron en actividad durante cierto
periodo. :
No lo niego ; mas.como podian suminis-
¿rar ellos mismos el oxigeno necesario á la
ombustion , el hecho de su erupcion no prue-
e
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ba de ningun modo la presencia de una at-
mósfera lunar.
—Adelante pues, respondió Miguel Ardan,
y demos de mano á este género de argumen-
tos , para llegar á las observaciones directas.
Os advierto que voy á citar autoridades.
— Citad. '
—Cito. En 1715 los astrónomos Louville y
Halley, observando el eclipse de 3 de mayo ,
notaron ciertas fulminaciones de extraña na-
turaleza. Aquellos raudales de luz, rápidos y
con frecuencia repetidos, atribuyéronlos ellos
á las tempestades que estallaban en la atmós-
fera de la luna.
—En 1715, replicó el desconocido, los as-
trónomos Louville y Halley tomaron por fe-
nómenos lunares unos fenómenos puramente
terrestres, como aerólitos ú otros, que se
producian en nuestra esfera, Esto respondie-
ron los sabios 4 la enunciacion de los hechos,
y esto con ellos respondo,
—Sigamos tambien adelante, respondió
Ardan sin que le desconcertase la réplica. En
1787 ¡no observó Herschell un gran número
de puntos luminosos en la superficie de la
luna?
—Sin duda, pero sin explicarse sobre el
orígen de aquellos puntos luminosos ; Hers-
chell mismo no infirió de su aparicion la nece-
sidad de una atmósfera lunar. -
—Bien contestado, dijo Miguel Ardan cum-
plimentando 4 su contrario; veo que estais
muy instruido en selenografia. -
—Mucho, caballero, y añadiré que los mas
hábiles observadores, los que han estudiado
mejor el astro nocturno, MM. Beer y Maed-
ler , están contestes sobre la falta absoluta de
aire en su superficie.
Notóse cierto movimiento en el auditorio ,.
impresionado al parecer por los argumentos de
aquel singular personaje. :
—Adelante, adelante, respondió Miguel
Ardan con la mayor calma; lleguemos ahora
á un hecho importante. Un hábil astrónomo
francés, M. Laussedat , observando el eclip-
se de 18 de julio de 1860 , notó que los cuer -
nos del creciente solar eran romos y trunca-
dos. Ese fenómeno , pues, solo puede produ-
cirlo una desviacion de los rayos del sol al tra-
vés de la atmósfera lunar y no tiene otra ex-
plicacion posible.
—Pero ¡es cierto el hecho? preguntó con
viveza el incógnito.
— ¡Absolutamente cierto l
Un movimiento inverso inclinó de nuevo á
la asamblea en favor de su héroe favorito,
cuyo adversario guardó silencio. Volvió Ar-
dan á tomar la palabra, y sin envanecerse de
su última ventaja, dijo sencillamente :
—Ya veis pues, caballero, que procederia