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«rido doctor , que seria una desgracia ridícula
-despues de haber esperado tantos años.
M. Woodcourt sale con ella para ir á bus-
-car algunos cordiales que hace preparar en su
presencia, y vuelve muy pronto á la sala de
.armas donde encuentra á M. Georges paseán-
dose de un extremo á otro.
—Me ha parecido comprender , le dice el
maestro de armas, que conoceis mucho á miss
*Summerson.
—Sí, señor,
—¡ Sois pariente suyo tal vez?
—No.
—Perdonad, caballero, mi indiserecion
-aparente , pero he creido que el interés que
-os tomais por ese desgraciado procedia tal vez
-de la compasion que miss Summerson le habia
manifestado. Por otra parte, participo del
mismo sentimiento,
—Y yo tambien, señor Georges.
El sargento dirige una mirada oblicua al
«rostro atezado del doctor , le examina rápida-
«mente de piés á cabeza, y parece satisfecho
de su examen.
—Durante vuestra ausencia, dice, pensa -
“ba en la historia de ese pobre muchacho y
estoy persuadido de que conozco la casa á
.donde le condujo Bucket. No ha podido deci -
ros el nombre de ese individuo, pero no pue-
de ser otro que M. Tulkinghorn, y hasta po-
-«dria decir que estoy seguro de ello.
—¡ Tulkinghorn 7 repite M. Woodcourt in-
terrogándole con la mirada,
—Si, señor; conozco á ese hombre, y sé
que estaba en relaciones con Bucket con mo-
tivo de un desgraciado que le habia dicho al -
¿gunas verdades amargas.
-—¿ Qué hombre es ese ?
—¡ En cuanto á su físico !
-—Le conozco de vista; quiero decir en
«cuanto á su moral. ,
-- Os voy á contestar francamente, dice el
“maestro de armas á quien la cólera hace su-
bir la sangre al rostro; es un hombre de la
indole mas maligna, Un sér extraño, tan in-
“sensible como un fusil viejo, un verdugo sin
entrañas. ¡Por S. Jorge! Ese hombre me ha
causado mas inquietudes, mas penas y mas
«disgustos que todos los demás juntos,
—Siento , dice Allan, haber puesto el dedo
en una llaga tan dolorosa.
—No es culpa vuestra, caballero; pero vais
á juzgar vos mismo. Ese hombre me puede
arrojar á la“calle de un momento á otro; el
miserable se ha proporcionado los medios, y
-se vale de ellos para hostigarme continuamen-
te. Es imposible verle y explicarse con él; .
cuando tengo que hacer algun pago y pedirle
6 decirle alguna cosa, se comunica eccnmigo
por medio de cierto Melquisedec ú otro emi-
ni
——
LA CASA
sario de la misma clase, y no hago mas que
ir y venir de mi puerta á la suya, donde me
tiene con el pico en el agua como si fuera de
la misma estofa que él. ¿ Y sabeis por qué?
Por el gusto de irritarme, de atormentarme.
Pero... dejémosle en paz! Perdonad si me
exalto, señor Woodcourt. Al fin y al cabo es
un anciano, y lo único que puedo decir es
que tiene suerte de que no lo haya encontra -
do nunca en algun campo de batalla, porque
me acosa de tal modo y me apura tanto la pa-
ciencia... que no sé cómo Dios detiene mi
mano,
M. Georges está tan excitado, que se en-
juga la cara con la manga , y al mismo tien -
po que silba el God save the queen para des-
vanecer el mal humor, no consigue reprimir
ciertos movimientos de la cabeza y del pecho,
sin hablar del cuello de la camisa que des-
abotona de vez en cuando como si temiera aho-
garse. .
El doctor no duda de lo que hubiera sucte-
dido si M. Georges y M. Tulkinghorn se hu-
bieran encontrado en algun campo de batalla,
Fil vuelve con Jo y le conduce á su colchon
donde le ayuda á acostarse,
Recibe entonces las instrucciones del doctor
que , despues de administrar algunas gotas de
un elixir al enfermo , se vuelve á su casa, se
viste de prisa, almuerza y va é visitar á M.
Jarudyce para darle parte de su descubri-
miento. E
M. Jarudyce le acompaña inmediatamente
á casa de M. Georges, diciéndole que hay
graves motivos para que esta aventura, en la
cual se toma mucho interés, quede tan secre-
ta como sea posible.
Jo repite á M. Jarudyce todo lo que ha di-
cho al doctor sin variar una silaba, con la
única diferencia de que el carro que le pa-
recia ya tan pesado por la mañana, es aun
mas pesado y hace un ruido mas cavernoso.
—Dejadme aqui, no me arrojeis, balbucea
el pobre Jo. ¡Me hariais el favor, si pasais
por la calle que tenia costumbre de barrer,
de decir 4 M. Suagsby que Jo, á quien cono-
ció en otro tiempo, no se para un momento
en ninguna parte como le han mandado, y
que le está muy agradecido de la bondad con
que ha tratado siempre á este miserable *
Jo habla tantas veces del almacenista de
papel que el doctor, despues de consultar
con M. Jarudyce, se decide 4 ir á ver á M.
Suagsby. ;
En el momento en que llega á la tienda,
M. Suagsby está detrás del mostrador con su
levita parda , sus mangas de lustrina , y co-
lecciona varios contratos escritos en pergamino
que acaba de traerle su dependiente. Deja la
pluma y saluda al desconocido con la tos pre-
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